Un tal Ibán , personaje siniestro que conozco de mis aventuras en solitario por el Asia Central, tiene la cara llena de un sarpullido de granos de los cuales suele salir, cuando el sol le tuesta excesivamente la piel, un líquido amarillento que parece como de pus. La frente estrecha. Picado de viruelas, el tal Ibán camina siempre encorvado hacia adelante por unas estrechas espaldas (en cuyos hombros se refleja al salir el sol la sombra de dos grandes orejones de los cuales cuelgan un par de aretes con argollas) que le empujan a ir siempre como con corcova. Y es cierto que es jorobado el tal Ibán.
“El Jorobadito” le dicen en su pequeña y tenebrosa aldea, siempre oscura porque se halla hundida en unas hendiduras de los valles fértiles y muy poblados de aquella zona situada en lo alto del Hindu Kush.
Cuando camina el tal Ibán se asemeja a un espectro de piernas cortas y gordezuelas que terminan en unos pies completamente planos que lleva siempre cubiertos con unas alpargatas árabes porcedentes de la ciudad de Kabul. El tal Ibán que conozco de mis viajes solitarios por el Asia Central gusta de esconderse del mundo (debido a su enorme fealdad) metiéndose en las hendiduras de los valles del Herat. Requemado y retinto el tal Ibán permanece mudo y solitario las 24 horas del día, pensando en cuándo le llegará la Muerte para abandonar esta su miserable vida.
Yo me alejé de él, después de haber compartido un mes mi pan y mi vino en dichas montañas del Herat. Desde entonces el tal Ibán nunca jamás ha vuelto a mi memoria.