Mi ingreso en el orfanato.
Cogí mis pertenencias y el dinero que me dieron mis abuelos y abandoné aquella familia en busca de un futuro incierto. Mi verdadera profesión se estaba forjando a base de huir una y otra vez de un lugar a otro. En esta ocasión buscaría una pensión que pudiese pagar: la última familia con la que estuve nunca se enteró de los ahorros que tenía escondidos.
Después pensaría qué hacer a mi corta edad, sabiendo de antemano las dificultades que iba a suponer encontrar un trabajo siendo todavía menor de edad: debería ― en realidad ― que estar en una escuela, y además si las personas adultas no lo encontraban, ¿cómo lo iba a conseguir yo?
Hay un dicho que dice: ¡con dinero se arregla todo!, y creo que en la mayoría de los casos es bien acertado, ya que pronto encontré lo que buscaba. De momento estaba todo arreglado mientras me alcanzara el dinero. Sin embargo, deseaba que el destino jugara a mi favor y me proporcionara un puesto de trabajo.
Transcurrieron cuatro meses, y mis posibilidades de encontrar algo adecuado para mi edad eran nulas; otra cosa hubiera sido en el campo: pastoreando ovejas o labrando tierra posiblemente que ya estaría empleado, pero en una ciudad y en aquellos años de hambruna, era como buscar una aguja en un pajar. Me sentí decepcionado sin saber qué hacer ni dónde ir.
En estas condiciones aguanté un mes más, hasta que me quedé sin un centavo para pagar la pensión, tras lo cual me echaron a la calle sin miramiento alguno. Allí no había compasión aunque se tratase de un niño, ni les importaba que no tuvieras dinero para comer, ni una cama para dormir.
Vivir en plena calle, fue una tragedia para mí. Tuve que recurrir a la mendicidad para poder subsistir, y para poder dormir utilicé los bajos del puente de un pequeño río que cruzaba la ciudad. Para no hacerlo en el suelo utilicé un cartón que hacía de colchón, pues a pesar de que el río era poco caudaloso y estar casi seco, el suelo tenía mucha humedad. Para taparme, como era temporada de verano nada me hacía falta; otra cosa sería cuando llegara el frío invierno, pero confiaba en que cambiara mi situación antes de que esto sucediera.
En estas condiciones fueron pasando días sin apenas novedades, pero lo que recaudaba pidiendo no me llegaba para poder comer. Ante mi necesidad de alimentación, la única alternativa que me quedaba era llevar a cabo pequeños hurtos aprovechando las aglomeraciones de la gente. Mis víctimas siempre solían ser las sufridas señoras; era más fácil robarles a ellas que a los hombres, ya que se distraían más hablando. Pegaba el tirón del bolso, y “a correr”.
No obstante, intuía que aquella vida desordenada tendría un fin y no demasiado bueno por el peligro al que me exponía en cada robo. Un día que intenté un tirón de bolso todo se complicó para mí: no me dio tiempo de huir, ya que me lo impidió una mano que presionaba mi brazo tan fuerte que me hizo gritar de dolor. Fue como si me lo aplastara un cepo trampa y me lo estuvieran arrancando. Rogué a aquel hombre que me sujetaba que me dejara libre, pero no tenía ninguna intención de hacerlo, sino todo lo contrario. Cada vez hacia más presión sobre mi pobre brazo, al mismo tiempo que dijo: “Te lo voy arrancar ladronzuelo, te aseguro que no vas a robar más”.
Al malestar físico que sentí, tuve que añadirle uno mucho más doloroso – el psicológico –, cuando le oí decir: “¡soy policía!”. Me preguntó por el nombre de mis padres y dónde vivía. A la primera pregunta le mentí, recurriendo de nuevo a la versión de que no tenía familia. En cuanto a la segunda le dije la verdad, “que vivía en la calle, debajo del puente”. Después de oír mi respuesta aún me apretó más, ya que no terminaba de creerse lo que le decía, pero ante mi insistencia de que decía la verdad – y para mi alivio – me soltó el brazo; respiré hondo y pensé para mí mismo que ya estaba todo solucionado, pero su intención no era dejarme libre, ni mucho menos. Con voz autoritaria me dijo: “¡niño tienes que acompañarme!”Le seguí sin replicar – cabizbajo – y me condujo a un centro para menores difíciles.
Una vez que ingresé allí no volví a verle más, pero sí que me acordé de él, y no para bien, ya que mi brazo me lo dejó inservible durante todo un mes.
Pronto me di cuenta que aquel centro de menores era una cárcel de castigo para niños de la calle. Además del hambre que sufríamos, no dudaban en golpearnos la espalda para redimir el mal que habíamos hecho a la sociedad; también se daban casos de violación por algún pederasta que sentía especial atracción por los niños. Aunque tengo que decir que tuve suerte de no ser elegido por ninguno de aquellos mal nacidos.
En un principio, me negué en mi interrogatorio a decir la verdad, pero pronto me di cuenta de mi gran error. Una vez cumplida la pena, eran devueltos a sus familiares. Sin embargo, el que no tenía permanecía allí hasta su mayoría de edad, que en aquella época era a los veintiún años.
Yo no podía esperar tanto tiempo en aquel orfanato, y más teniendo sólo 15 años. Me debía plantear si confesaba la verdad y les daba la dirección de mis abuelos – aunque temía por la jugada que les hice en su día de enfrentarme a un castigo seguro –, contando que sería mucho peor vivir de nuevo en casa de mi padre. Era mucho el miedo que le tenía y por encima de todo debía evitar mi regreso, ya que era consciente de las represalias que iba a sufrir por su parte.
También era sabedor de la acérrima disciplina de aquel centro, y que por no decir la verdad el día que me tomaron los datos respecto a mi familia, no me iba a librar de unos meses de calabozo. Pero aun así aceptaría aquel castigo antes que esperar hasta mi mayoría de edad. Y no me equivoqué: me costó un mes de calabozo.
Cuando salí de aquel cuarto oscuro sin apenas ver la luz y teniendo en cuenta el escaso espacio para poder moverme, creí que había perdido las facultades para andar. La luz me cegó los ojos y no era capaz de ver, pero no tardé en recuperarme y me dispuse a aceptar lo que el destino me tenía reservado.
Justo llevaba dos años en aquel centro de castigo, cuando la junta del menor acordó llevarme a casa de mis abuelos, ya que para ellos eran mí única familia, según hice constar en mi última declaración. Así que designaron que aquel viaje lo realizaría en tren, pero siendo menor de edad no podría hacerlo solo, sino acompañado por un funcionario de aquel centro. El cortijo de mis abuelos quedaba de esta localidad un poco más de cien kilómetros.
Que me acompañara un funcionario no me hizo nada de gracia, ya que mi intención no era presentarme en su casa después del engaño sufrido por mi causa. Además, estaba seguro de que en este caso mis abuelos avisarían a mi padre, y era el último que deseaba ver por el miedo que le tenía. Pondría todos los medios a mi alcance para burlar a mi acompañante y escaparme en el más mínimo descuido.
Nos subimos al tren mi cuidador – Fernando – y yo. Era un hombre de pocas palabras y cruel con los niños. Para no levantar sospechas de mi proyecto de escapada, le hice ver de mi contento por reunirme con mi familia, y fui cantando casi todo el viaje. Aquel señor me veía tan feliz que a pesar de ser tan poco comunicativo rompió su silencio y me dijo:
– ¿Estás contento amigo?, ¿ves como todo llega en la vida? Cumpliste tu pena y tu recompensa es reunirte con tu familia. Sé que la prisión en el reformatorio y la disciplina te va a servir para que nunca más delincas, y te conviertas en un hombre de provecho.
A pesar de que en varias ocasiones había recibido sus caricias, me esforcé y le sonreí al mismo tiempo que le contesté:
– ¡Sí que lo estoy Señor! ¿No ve lo contento que estoy? ¡Me gustaría que el tren fuera más rápido porque me muero por ver a mi familia!
Ya estábamos casi al final del trayecto, en un pequeño pueblo de la provincia de Almería, esperando con ansias una oportunidad para huir de las garras de aquel mal nacido. Sabía que no sería fácil, ya que me vigilaba y no quitaba sus ojos de mí, pero con un poco de suerte esperaba que tuviera algún descuido, para cuando nos bajáramos del tren huir como alma que lleva el diablo.
Cuando terminó aquel viaje tan incómodo para mí, nos dispusimos a bajar y tan sólo habíamos puesto los pies en el suelo cuando aquel hombre me dijo: “niño, cuida de la maleta mientras voy al servicio”. Sonreí de júbilo al ver que la diosa fortuna se apiadaba de mí. Sin pensarlo ni un momento, cogí la maleta y me subí al tren que justo pasaba en dirección contraria, y que en aquel momento el jefe de estación acababa de darle la salida.
No quiero ni pensar lo que aquel hombre llegaría a sentir cuando una vez terminadas sus necesidades fisiológicas, se diera cuenta del engaño. Prefería no verlo y más conociendo su carácter. Que me hubiera fugado era muy grave, pero que le hubiera robado su maleta aún era peor, pues confiar en mi buena fe le iba a salir muy caro, ya que tendría que dar cuenta a sus superiores, y no me gustaría estar en su lugar.
Mi situación no era muy halagüeña que digamos, además de no disponer de pasaje para viajar en el tren, no tenía un centavo, y lo más grave para mí era que no disponía de recursos y no sabia ni dónde ir. Este futuro incierto me motivo en gran medida, hasta el extremo de robarle la maleta con la esperanza de que llevara algo útil para mí.
Durante mi trayecto, mi dedicación era vigilar al revisor ya que cada hora se daba una vuelta por los vagones para pedir el pasaje a los pasajeros. Estaba seguro de que en caso de descubrirme me haría bajar en la siguiente estación, sin ninguna contemplación. Esperaba que la suerte me acompañara y alargara la distancia entre el señor Fernando y yo lo máximo posible. No quería ni imaginar lo que me sucedería si las cosas salían mal y terminaba otra vez en aquel reformatorio.
Calculé unas dos horas de tren cuando ocurrió lo que me temía: me despisté contemplando el hermoso paisaje, cuando sentí la fuerza de una mano que me retorcía una de mis orejas, al mismo tiempo que me decía gritando: “¡Al final te atrape, maldito polizón! ¿Crees que soy tonto?”
Hice un gesto hacia atrás tratando de que soltara mi oreja, pero no conseguí más que todo lo contrario, haciéndome gemir de dolor. Casi llorando balbuceé:
– ¡Déjeme señor! ¿No ve que me va arrancar la oreja?
– ¡Esta bien granuja, en la próxima parada te apeas! ¡Y que conste que te podría encerrar en la cárcel!
Hice caso a este hombre, y me apeé en un pequeño pueblo de la región de Murcia lo más rápido que me fue posible. A primera vista el paisaje no me desagradó del todo, era una zona rural muy similar a la que vivía mi padre, y además a una distancia razonable para no localizarme, suponiendo que me buscara, que lo veía improbable.
Intuí que aquellas tierras eran ricas para el cultivo, y que los que vivían de su fruto no pasaban hambre, pues además de los cereales que cosechaban, abundaban por todas partes los árboles frutales. Aquellas casas también se veían señoriales. Buscaría un trabajo y no me movería de esta zona, pero era una hora inadecuada para iniciar mi búsqueda ya que estaba oscureciendo, así que lo dejaría para el día siguiente que estaría más descansado. Dormiría a la intemperie sin pasar frío gracias a que era la estación de verano y supuse que para cuando despertara tendría más despejadas mis ideas para decidir lo que hacer. De momento la cena también la tenía al alcance de mi mano, por la abundancia de toda clase de fruta por aquella zona.
Llegó el momento de satisfacer mi curiosidad, y me dispuse a abrir la maleta que tanto me intrigaba. No me costó demasiado trabajo hacerlo, ya que con un pequeño punzón que – por casualidad – me había encontrado, hice un poco de palanca en la cerradura y pronto cedió. Pero he de decir que quedé decepcionado al no encontrar lo que más necesitaba en mi precaria situación: “dinero”. Sólo había alguna ropa interior, un traje, una carpeta con algunos documentos, y un revólver. Encontrar un arma era lo que menos me imaginaba, fue una gran sorpresa para mí y confieso que sentí miedo, pero a pesar de todo me di por satisfecho, ya que la ropa interior y el traje me sacarían de muchos apuros. Sólo tenía la que llevaba puesta, y además estaba muy deteriorada. Tengo que decir que a mis quince años me consideraba un buen mozo, ya que mi estatura era muy similar a la del funcionario al que robé la maleta, y por lo tanto no tendría la necesidad de modificarla por ser de mi talla. Los documentos y el arma eran algo que no deseaba conservar, por los problemas que me pudieran ocasionar. Aquella misma noche los enterraría en cualquier lugar inaccesible, donde nadie pudiera encontrarlos.
Estaba empezando a oscurecer cuando mi estomago me avisaba de que ya era hora de cenar, pero en esta ocasión tendría que resignarse sólo con fruta que – afortunadamente – era abundante por todos aquellos parajes. Una vez satisfecho me costó poco trabajo quedarme dormido, y lo hice debajo de uno de los árboles frutales. Lo único que jugaba a mi favor era que no hacía frío; otra cosa era el suelo húmedo y duro, pero como estaba muy cansado no tardé en quedarme dormido.
Los fuertes rayos de sol que calentaban mi espalda, fueron los responsables de que despertara un poco desorientado, pues ni yo mismo sabía dónde estaba. Pronto reaccioné y me di cuenta de mi situación; me dolían todos los huesos, y el culpable de aquel dolor fue el suelo duro donde tuve que recostarme. Me acordé del colchón de lana que disfrutaba en mi trabajo de jardinero, aunque aquello ya era agua pasada y lo importante en aquel momento era organizarme y salir de la mejor manera posible de aquel futuro incierto, que tanto daño me estaba haciendo.
Si es que se me hace corto el capítulo…ya me tienes esperando el siguiente.
Esta historia se podría plasmar en una película, es genial para un guión cinematográfico….te lo digo en serio.
Un saludo Alborjense
Gracias por tus alabanzas amiga, pero lo que tu escribes tampoco es moco de pavo, como se suele decirjajaja.
En breve pasare el siguiente capitulo amiga, ya que mi único objetivo es compartir con todo aquel que me quiera leer esta historia de vida.
Un abrazo fraternal y hasta pronto Alborjense