Un recuerdo de mi niñez que tengo imborrable en mi mente es aquella lata azul brillante que había en la repisa de la cocina, una caja que antes había contenido el famoso Colacáo que nuestras madres se afanaban en darnos y nosotros nos tomábamos como si de una golosina se tratase. Tenía dibujados unas figuras, un chinito con su sombrero puntiagudo junto a una chinita con su paraguas rojo y kimono amarillo, una casita, un arbolito, unas hierbitas y el típico chinito portando una vara con una cesta enganchada en cada extremo y dirigiéndose hacia un puente blanco que parecía atravesar un río, todo ello en color blanco, amarillo, rojo y negro, y en la tapa, presidiendo, las letras “COLACAO”. Creo que en las mentes de todos los niños de aquélla época está grabada la canción “ yo soy aquel negrito del Africa tropical que cantando bailaba la canción del colacao, y es el cocalao desayuno y merienda, es el colacao alimento sin igual…” La caja estaba desgastada y arañada por los roces de años de uso y a mi me encantaba cogerla, ponerla en mi regazo, abrirla y descubrir los tesoros que guardaba.
En mi recuerdo están las tardes de lluvia, cuando no podía salir a jugar a la calle y sentada junto a la ventana, viendo caer el agua a través de los cristales, me arrebujaba en la mesa camilla donde chispeaba la candela de picón, y le pedía a mi madre que me dejara jugar con la caja. Ella al final accedía con la condición de que no perdiera nada y lo dejara después todo tal como estaba. Era fácil cumplir con lo impuesto, pues lo que contenía era un batiburrillo de objetos, mezclados sin orden ni concierto, así que los dejase como los dejase el orden inexistente sería el mismo, una mezcla de cosas, algunas imposible de identificar por mi conocimiento de niña de seis años. Cuando la abría a mi se me antojaba que era una caja de tesoros, objetos preciosos con los que dejaba volar la imaginación y con los que era capaz de pasar toda una tarde jugando sin que mi madre se percatara de que tenía una niña al lado. Dentro había botones, quitados a alguna camisa vieja utilizada para hacer trapos para limpiar, o caídos de alguna prenda y sustituidos por otros más bonitos, los había dorados, grandes, pequeños, de colores… también había hebillas, trocitos de elástico, bobinas de hilo gastadas, canillas de la máquina de coser……… allí mi madre iba guardando todas aquellas cosas que no tenían un sitio en concreto para ubicarlas y que como no se decidía a tirarlas y aunque lo más seguro es que quizás nunca sirvieran, las guardaba por si acaso alguna vez se podían volver a utilizar. Dentro también había alfileres y agujas con los que a veces me pinchaba y entonces mi madre me decía: ¿has visto? Te he dicho que gastes cuidado. A mi no me importaba pincharme, merecía la pena correr riesgos con tal de poder poseer aquellos maravillosos tesoros, aunque fuese por fugases momentos.Ahora, después de muchos años, se me antoja que nuestra vida es como aquella caja de tesoros de mi infancia. En ella hay muchos botones y objetos bonitos, pequeñas o grandes cosas que nos acompañan en el día a día, la mayoría de las veces sin que nos percatemos de ello, pero que están ahí, a nuestro alcance a poco que estiremos la mano. Pueden ser personas, más o menos cercanas, a veces gente que ni siquiera llegamos a conocer pero que pasan por nuestra vida aportando algo que nos faltaba o que debíamos aprender, y desaparecen de ella dejando su huella en nosotros. También son valores que hemos aprendido en el transcurso de los años, enseñanzas que nos hacen valiosos o situaciones en las que nos encontramos, acontecimientos felices…todos son tesoros que hacen que nos sintamos bien o que lleguemos incluso a considerarnos felices. Pero en la caja de la vida también hay alfileres, agujas y otros objetos que pueden resultar cortantes, peligrosos, que pueden herirnos y hacernos mucho daño si no tenemos el debido cuidado, que están ahí para enseñarnos a ser prudentes, pacientes, tolerantes, o incluso más amorosos. En el contexto de la vida estos alfileres pueden ser malas experiencias, ofensas que recibimos, personas que perdemos o a las que tenemos que renunciar, a veces por exigencias ajenas a nuestra voluntad…
A mi madre los alfileres o las agujas que guardaba en aquella lata, de vez en cuando le eran útiles, para eso estaban allí, y a mí me obligaba a ir con cuidado. Aquella caja de tesoros no hubiera sido la misma sin ellos, yo los adoraba a todos, a los que en apariencia eran bonitos e inofensivos y a los que representaban un peligro porque esos me enseñaron a ser valiente, a enfrentarme al peligro. Saber que estaban allí hacía más excitante mi aventura. Sin ellos mi juego no habría sido lo mismo.
Igual ocurre con la vida, deseamos que todo nos vaya bien, que no nos falte el amor, que no haya alfileres que nos dañen, pero es imposible, en la caja de tesoros está todo mezclado, si no fuese así perdería su esencia. En la vida, las experiencias buenas y malas se entremezclan, y esto es lo que le da su esencia, lo que convierte la vida de cada uno en un pequeño tesoro, digno de ser guardado en una bonita lata de Colacao.
En el estante de la cocina, junto a la lata azul, había otra un poco más grande. Esta era de cartón, forrada de tela de algún color que con el paso del tiempo y seguramente el humo de la cocina, se había convertido en indeterminado, y atada con un lazo negro desteñido tan firmemente que seguramente hasta a mi madre le costaría trabajo desatarlo para abrir la caja. A mi ésta no me atraía, no me gustaba el color que tenía, me inspiraba tristeza. Un día, cuando tenía casi ocho años, me picó un poco la curiosidad y le pedí a mi madre que me la dejara, que quería ver lo que había dentro. Ella me respondió con firmeza y un poco arisca que allí no había nada que yo tuviera que ver. Aquello hizo que el poco interés que tenía por ella se aumentara hasta el punto de que cuando una tarde ella estaba en casa de la vecina, traté de cogerla a escondidas. Yo era una niña menudita y más bien bajita y el estante estaba bien arriba, cerca del techo, así que tuve que subirme a una silla apoyando una pierna en la encimera de la cocina a malas penas conseguí que mis brazos llegaran hasta la caja. Así me sorprendió, a caballo entre la silla y el poyo, con la caja entre mis manos, a punto de hacerme con ella. Nunca antes había visto a mi madre tan furiosa, en tres grandes zancadas llegó hasta mi, me bajó de la silla y me dio una sonora bofetada en la mejilla, con lo que la caja, sorprendida a medio camino del estante y mis pequeñas manos, se estrelló contra el suelo, desbaratándose y permitiendo que todo lo que contenía se esparciera ante la desesperación de aquella mujer a la que de pronto yo no reconocía.
Jamás me había tratado así, no lo entendía, ¿Qué había hecho para provocar aquello? Corrí hacia mi habitación, con una mano sujetándome la mejilla dolorida y la otra el corazón, que hecho pedazos, parecía salírseme del pecho. Desde allí escuchaba atónita el llanto de mi madre, un llanto roto, desgarrado, un llanto que mi mente de niña recordaría durante muchos años, un llanto que no llegaría a comprender hasta que, ya mayor, el contenido de aquella caja cayera en mis manos.
Aquella noche no me atreví a salir de mi habitación. Vestida y con los zapatos puestos me acurruqué sobre la cama, abrazada a mi muñeca de trapo, hasta que el llanto me agotó y me dormí. Tampoco mi madre se acercó hasta allí ni me llamó para cenar. Cuando abrí los ojos la luz del día entraba por la ventana y un rayo de sol casi llegaba hasta mi cama. Estaba engarrotada, extraña, me sentía como si hubiera despertado de un mal sueño. Era la primera vez en mi vida que no me despertaba el beso de mi madre diciéndome que espabilara, que tenía que ir al colegio. Ese día intuí que algo había cambiado, que nuestras vidas ya no serían las mismas.
De repente un latigazo en el pecho, un resorte invisible hizo que saltara de la cama y echara a correr hacía la cocina. Allí me encontré a mi madre, hecha un ovillo sobre el suelo, abrazada a un montón de papeles. Aterrada me abracé a ella y le grité: “mámi, mámi, despierta, por favor, despierta, perdóname, no lo haré más”, pero mi mámi no me contestaba, yo seguía abrazándola, besándola, pero su cuerpo estaba helado, inerte, no me contestaba ni me contestaría nunca más. Como pude me introduje entre sus brazos y así abrazada al cuerpo sin vida de mi madre me encontraron varias horas después cuando la hermana de mi madre, mi tía lucía llegó a la casa alarmada. Isabel, mi madre no se había presentado en todo el día en el bar donde las dos trabajaban. Les costó mucho separarme de ella, me había abrazado tan fuerte a ella que su rigidez me tenía inmovilizada. Me pasé el día entero repitiendo las mismas palabras, “mámi, contéstame” y ahora ya no me quedaba ni saliva, las fuerzas hacía horas que me habían abandonado, pero al ver que intentaban arrancarme de sus brazos luche con uñas y dientes, lloré, pataleé y creo que hasta llegue a arañarles. No entendía lo que pasaba, no quería entenderlo. Aquello no podía estar pasando, mi madre no podía dejarme así. ¿Qué tan malo era lo que yo había hecho para que causara la muerte de mi madre?
Mi tía me llevó a su casa, me baño, me puso un pijama, me hizo tomar una tila calentita y me acostó en su cama. Estuvo conmigo abrazada acariciándome el pelo, como una autómata, callada, hasta que el sueño se fue adueñando de mí. Cuando pensó que estaba dormida me soltó suavemente, me tapó con cuidado y salió de la habitación. Las sábanas olían a jabón, el mismo que utilizaba mi madre para lavar su ropa, y las mantas se pegaban a mi cuerpo intentando abrigarme, pero yo tenía metido en mí él olor tan desolador y aquel frío helado que el cuerpo de mi madre desprendía cuando me arrancaron de sus brazos. Mis sentidos tardarían años en olvidar aquellas sensaciones.
jdiana
Esas cajas de misterios infantiles, la de los tesoros encontrados en la calle, la de las fotos en blanco y negro de la vieja familia de la abuela, aquellos desconocidos que una vez tuvieron vida , y el tierno y punzante cesto de costura de la abuela. ¿Las tijeras, abuela? En el cesto de costura.
Mi bisabuela fue costurera y mi abuela y mis tias cosen muy bien. De mi bisabuela, que conocí, aún recuerdo la vieja máquina de coser, una singer a pedal con esa rueda que giraba y giraba. Puedo imaginar a mi bisabuela cosiendo con otras mujeres en el patio de su casa.
El cestito de la costura, los objetos de coser todavía son parte de los momentos, ahora de ocio, de las mujeres de mi familia y siempre asocio esos objetos a la ternura.
Las cajas de recuerdos son siempre una caricia.
Diana… !yo también tuve -reales y mágicas a la vez- latas de Colcaco donde guardaba múltiples objetos para mis sueños!. Qué precioso tu texto que me lleva a las horas de la nostalgia y me hacen acurrucarme en el silencio de las cosas. !Cuántas cosas guardadas aún en la memoria que el tiempo no pueden nunca tu borrar. Al leer tu relato me siento transportado a las magias verdaderas de esta existnecia que se llena continuamente de sensaciones. Un beso, diana… y adelante…
sssshh, lo siento, no era mi intención pues no me gusta hacer llorar a nadie. Tengo que aclarar que es una historia totalmente inventada que no tiene nada que ver conmigo, no es la mía, aunque si está inspirada en un hecho que ocurrio con mi abuelo que murió en la guerra civil. A partir del día 4 de marzo quizás esté la segunda parte.
Un saludo
En mi casa también había una caja maravillosa con todos los objetos que tú mencionas. Me enloquecían, sobre todo, los botones, con los que yo enredaba mientras mi abuela, mi madre y mi tía cosían. Porque… hay que ver lo que cosían entonces. Recuerdo aquellos huevos de madera para zurcir los calcetines.
Muy bonitas y apropiadas tus reflexiones, muy logrados los símiles.
Un beso.
. Tía, estoy llorando. Me voy a la cama llorando. He sentido algo muy fuerte al leerlo. Qué desgracia tan triste. Madre mía. Desde aquí quiero darte un abrazo de corazón. Recíbelo.