Esta es mi hora,
Y debo irme.
La hora que
salio de los tiempos,
de la eternidad…
mi hora,
y debo partir.
La vida era maravillosa. Me atrevería a decir que me sentía como un cosmófilo rayano en la más estúpida cristiandad de los que creen Ver. Respirar cualquier átomo de aire era para mi un placer: oler el céfiro que, madrugador, me saludaba con una reverencia mientras se alejaba en su viaje infinito por las mil y una tierras; caminar sobre mis pies, sentirlos grandes e incansables, saber que me llevarían allí donde yo quisiese, entender que más me valía recorrer mi vida que sobrevolarla cuál pájaro arrastrado por los vientos. Tocar mi cara, mirar mis ojos: verdes azulados, un reflejo de la perfecta hermosura que en pequeñas partes nos toca tener a cada uno de nosotros. Mirar al cielo, y… sonreír. Mirar con ojos de cielo, mirarlo todo grande como grande que es, y no como hirsuto, sino vívido y auroso.
Hoy en “Marinoccio” (local que me encanta para serenar y serenatear el espíritu) hemos montado una tertulia por todo lo grande. Por supuesto que ha habido un buen momento para hablar y deshablar de esta liga futbolera que ha terminado con el triunfo “in extremis” del Irreal Madrid. Una temporada de fútbol raro y anómalo, difícil de entender y de explicar, con tantísimo de clásica tragedia griega y tan poco de lo que específicamente se conoce como jugar bien. El gol de un maliense se ha convertido en metáfora: “beso esencial a una red de telaraña que ha convertido la pausa de la razón de muchos en taquicardia de locuras”.
Veo las miserias internas a mi paso por las calles, grises como un alma descalza y profundamente
Hundida en el asfalto derretido por sombras de
Soledades y pobreza, desenterradas por la me-
moria.
Han sembrado cruces, ha nacido la sangre con espinas de recuerdos amargos.
Triste deambular por tierras que no perdona- ron los fusilamientos ni las fortificaciones que
Alzaron para dividir las enfermedades, para
No contagiarse de la realidad.
Apoyado en la barra del pub, pedí una cerveza.
Sonaban los Creedence, lo agradecí, su música era fresca como pisar descalzo el amanecer, la escarcha sobre la hierba que acompaña al viajero errante, sin rumbo…alienta, da confianza, te coge por el hombro y silba: continua amigo. Encendí un cigarrillo y se acercó la chica más hermosa que jamás viera. Aquello era un buen principio, parecía que la baraja iba a darme sus mejores cartas, si señor, la noche estaba en su lugar y creo que yo también. Sombrero blanco, cabello rubio con suaves rizos de lujuria, insinuante morbo angelical. Corpiño ceñido, enormes pechos, abundante igual que sus nalgas que intentaban desasirse del minúsculo pantalón tejano, sus piernas descubiertas eran largas y sinuosas, de seguro me llevarían por senderos tortuosos y acabarían mortificando una tranquila huída. La miraba y presentía problemas. Ya me había fijado en Estela (y cómo no, era imposible el no hacerlo) cuando montaba en el toro mecánico.
Ella es una bolita de cristal, envuelta en celofán, tierna como la infancia, con la ilusión de la inocencia. Es el color, el perfume de amor. Es traviesa, es un bicho, es hermosa, mi diosa. Ella es dulce de caramelo, es la ola que pasea por la orilla, un bello crepúsculo, la aurora y el rocío. Si está triste, me abraza, cuando está alegre me atrapa, siento que me necesita y yo a ella.
Al despertar es un torbellino agradable, incapaz de aquietar, tiene tanta vida.
Juguetona igual que un gatito, es mi amuleto. Le pregunto cuanto me quiere y estira sus bracitos rodeando su cuerpo de cometa, siempre vuela a mi lado, su risa es mi brisa, su llanto, me duele tanto. Jazz es su perrita, su fiesta, su jardín, la aventura, su amiga, corren inseparables entre flores silvestres, es la natura, su frescura me da lo mas parecido a la felicidad.