Cuando llegaba el crudo invierno, el barro se nos pegaba a las botas y éstas comenzaban a pesar muchos más gramos que durante la alegre primavera. Entonces, en medio de la lluvia, el barro y el viento, el ardor que poníamos durante la batalla campal se traducía en crudeza, arisca sensación de que había que moverse, y movilizarse, para no quedarnos helados en aquel pleno pulmón de la Casa de Campo de Madrid donde el vaho era tan continuo que notabas, en el cogote, la respiración incontrolada de los rivales. Sorteando charcos, piedras, ramas caídas de los árboles, luchábamos hasta con los dientes por poseer el balón. Aquel campo era una verdadera olla de grillos enloquecidos por el canto del gol. Si alargabas la mano podías notar cómo el frío te hacía correr o, en caso contrario, te equivocabas a la hora de la creatividad.