A Paúl le dolían profundamente las sienes; quizás a causa de los nervios o la tensión a la que había sido sometido o quizás por las emociones vividas en los minutos en que había estado en el callejón. El caso es que sentía su tensión arterial un poco alta. Decidió acudir a una farmacia donde se encontraba despachando una linda mujer de aproximadamente 20 años de edad.
– Hola, buenas tardes, ¿podría tener la amabilidad de examinarme la tensión arterial?. No importa el precio que tenga que pagar por ello.
La linda veinteañera le sonrió.
– Ven. Es totalmente gratis.
El sorprendente aparato de la tensión arterial, uno de los últimos descubrimientos de la ciencia, daba parámetros totalmente normales.
– No tienes la tensión arterial alta ni mucho menos… pero veo que llevas herida la mano izquierda.
– Eso no tiene ninguna importancia ahora.
La farmaceútica veinteañera se mostraba insinuosa. Le había caído bien a primera vista y tenía intención de aprovechar el momento.
– No es molestia alguna que pasemos los dos a la trastienda. Estamos completamente solos y, a¡demás, puedo echar el cierre al establecimiento alegando alguna excusa cara al público. Esa mano tiene que ser curada.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Paúl.
– Me llamo Virginia.
– ¿Y eres virgen?.
– Si. Jajaja. Me llamo Virginia y soy virgen.
Paúl sólo le dirigió una leve sonrisa mientras se acercaba a la puerta. La abrió. Salió a la calle. El aire estaba fresco. ¡Eso era lo que él necesitaba¡. Aire fresco con que llenar sus pulmones. Tomó aliento y pronto la imagen de Bianca regresó a su mente. Sin embargo aquel aire, que por un lado resultaba fresco por la temperatura, era, en realidad, un aire nauseabundo… cada vez más nauseabundo…
– !Qué asco! -exclamó pensando en el nauseabundo aroma que destilaba una tremenda pestilencia por toda la barriada.
Una muchedumbre de moscas gigantes revoloteaban por el aire dando giros y más giros alrededor de él. Cualquier picadura de una sola de ellas era mortal. Eran las temibles “moscas de la muerte”. Así las denominaban los habitantes de la zona. Las moscas parecían patéticos payasos dando volteretas en el aire. Como si un escritor enloquecido las hubiese imaginado y hecho realidad.
De repente, un viento impetuoso, hizo que las temibles moscas se alejasen de él. Paúl dio las gracias a Dios por no haber recibido ni una sola picadura mortal. Se acercó a la barandilla del canal por donde discurría un río. Era el famoso “River Gold”. Allí pasó un buen rato hasta que se le acercó un señor del barrio que, cubierto por un grueso abrigo de color verde y caminando con un gran bastón de madera de roble, se dirigió a él.
– Joven… ¿podría decirme dónde me encuentro?.
– ¿Qué le sucede?. ¿Ha perdido la memoria?.
– Sí. No sé cómo regresar a casa.
– ¿Sabe dónde vive usted?.
– Eso sí. En realidad no he perdido la memoria sino la orientación. Yo vivo en la White Street, muy cerca del Memory Park.
– Entondes puedo ayudarle… pero tendremos que andar un largo trecho.
– Imposible. No puedo caminar demasiado. Sufro de artrosis degenerativa.
Paúl no contestó sino que, viendo que un taxi de acercaba lentamente, alzó la mano, dio un silbido e hizo que el taxista parase junto a ellos. Entonces sacó el billetero que llevaba en el bolsillo izquierdo del trasero de su pantalón vaquero negro, extrajo un billete de cien dólares y se acercó al taxista.
– Tome estos cien pavos y lleve usted a este hombre a la White Street.
El taxista abrió los ojos desmesuradamente; tomó el billete y lo miró y remiró hasta que se cercioró de que no era falso. Inmediatamente bajó del auto y le abrió la puerta al señor del abrigo color verde.
El señor del barrio sonrió amistosamente al joven Paúl.
– !Muchas gracias!. !Nunca te olvidaré!.
Entró en el taxi. Rápidamente el taxista se sentó ante el volante y, arrancando bruscamente para alejarse lo más antes posible de aquella inmunda pestilencia de la zona, salió a toda velocidad hacia la dirección indicada.
Paúl sólo se subió las solapas de su chaqueta de cuero negro y siguió su camino lentamente pensando cómo se las arreglaría para encontrar la Moon Street. Era domingo y las librerías (donde podría haber comprado una guía callejera de la ciudad) estaban todas cerradas. Se sentía nuevamente desolado.
¿Era buena idea ir a la Tercera Avenida para tomarse un whisky en alguno de aquellos tugurios para bebedores nocturnos mientras intentaba ordenar sus ideas?. No lo sabía con exactitud. Dudaba entre hacerlo o seguir su camino. Pensó que si lo hacía, todavía tendría tiempo suficiente para llegar al Salón Tesauro antes de que Bianca sufriese alguna desgracia. El caso es que su imagen le seguía atormentando el cerebro. !La amaba!. !Vaya que si la amaba!. Esta razón de amar tan desinteresadamente le golpeaba una y otra vez en el cerebro. Era su gran verdad. Así que volvió a preguntarse: ¿Era buena idea ir a la Tercera Avenida para tomarse un whisky en alguno de aquellos tugurios para bebedores nocturnos?.
Imprevistamente se oscureció el cielo y comenzó a caer una verdadera tromba de agua. !Era buena idea ir a la Tercera Avenida!. A los pocos metros de iniciar su recorrido por ella, encontró el Bar Brentwood y entró sin vacilación alguna. Un aire caliente y viciado le impregnó la pituitaria…