Después de una larga hora atravesando la gran ciudad desde el extremo norte hasta el extremo sur de la misma, Paúl y Arthur llegaron, por fin, a la Moon Street. El número 12 de aquella calle era un viejo y enorme caserón abandonado, de dos pisos de altura, situado en medio de un laberinto de calles oscuras en aquella noche fría que dejaba las manos congeladas. Aparcaron el automóvil y, con las manos en los bolsillos de sus pantalones para calentarlas y resguardarlas del frío, observaron el destartalado caserón.
Una tapia de bastante altura lo rodeaba por completo. Así que, para introducirse en el interior, había que saltar la valla que era de ladrillo. Al otro lado de ella existía un jardín plagado de magnolias y jacintos. El césped estaba sin cortar ni arreglar y crecía enmarañadamente y sin lógica alguna. Las hierbas crecían desordenadamente. Todo esto lo podían ir viendo a través de los pequeños agujeros que tenía la tapia y que eran muy numerosos.
– Arthur… si las manos y los pies no me fallan puedo saltar la valla con toda facilidad.
– Me imagino que te refieres a que quieres escalarla para saltar hacia dentro.
– Son pequeños agujeros puedo puedo intentarlo.
– Ten en cuneta que son tres metros de altura y si caes de espaldas hacia acá puedes, si no te matas, romperte las costillas.
– Si quiero alcanzar la meta de mi objetivo no tengo más remedio que escalar esta tapia.
– ¿De verdad no quieres que yo te acompañe?.
– No. Tú quédate dentro del coche. Si necesito tu ayuda ya te llamaré al móvil.
– Hagamos un trato.
– ¿Qué trato?.
– Son exactamente las dos de la madrugada. Te doy una hora de plazo. Si a las tres no te veo salir… llamo a la policía y entramos todos para saber qué ha sido de ti.
– Hecho.
Ambos se dieron un apretón de manos amistoso y Paúl comenzó a trepar, cuidadosamente, la tapia con la ayuda de sus manos y sus pies. Los agujeros eran pequeños pero no resultaba demasiado difícil sujetarse en ellos e ir subiendo poco a poco. Pocos minutos después ya se encontraba subido en el bordillo de lo alto de la tapia. Eran tres metros de altura y había que saltar sobre la hierba. Agudizando la vista comenzó a caminar a gatas por el delgado bordillo buscando el lugar más adecuado para saltar hacia el interior. Quería encontrar el lugar más idóneo para hacerlo. Pronto lo halló. Era un trozo del césped donde había crecido mucho la hierba. Aquello serviría como colchón para amortiguar el golpe y hacer el menor ruido posible por si alguien andaba rondando por allí. Todo consistía en caer de pie e, instantáneamente, como hacían los paracaidistas, echarse a rodar por el suelo. Así lo hizo. La frondosa vegetación amortiguó su caida y pronto se encontró en el suelo sin ningún hueso roto. Se levantó despacio, para seguir sin hacer demasiado ruido, y miró al edificio. Se encontraba exactamente en la parte trasera del mismo. Ahora todo dependía de encontrar la manera de entrar en él.
Dio un rodeo y llegó ante la maciza puerta de entrada de madera vieja pero robusta. Intentó abrirla. No pudo en su primer intento. Empujó después con todo su cuerpo. Nada. Al otro lado debía de tener varios cerrojos metálicos y era imposible comenzar a dar patadas a la puerta pues el ruido despertaría a quien estuviese dentro. Miró hacia arriba. Estaba el balcón principal. Midió mentalmente la distancia entre los barrotes del balcón y el suelo donde se encotraba él. Si conseguía dar un buen salto podría alcanzar con sus manos los barrotes y colgarse de la ventana. Después todo consistiría en tener la suficiente fuerza muscular para, a pulso, subir todo su cuerpo hasta el balcón. Necesitaba dar un buen salto y ser ágil con las manos. Lo intentó una primera vez y falló. En la segunda ocasión tampoco tuvo éxito. Pero, como dice el dicho popular, “a la tercera va la vencida”. Y así fue.
Dando un gran salto consiguió aferrarse fuertemente con las manos a los barrotes del balcón. El esfuerzo le produjo bastante dolor muscular en los brazos y la espalda. Pero no era cuestión de rendirse ahora y, poco a poco, con los músculos en tensión y elevándose a pulso, logró su propósito. Una vez subido todo su cuerpo al balcón respiró profundametne para tomar un poco de aliento.
Ahora tocaba solucionar otro problema y aquí si que sería muy importante hacerlo con el menor ruido posible. Resultó que el balcón estaba herméticamente cerrado. Recordó que sabía manejar perfectamente la hoja de su cuchillo, el que llevaba siempre en su cinturón, para abrir cerraduras. Así que, muy despacio, lo sacó y comenzó a manipular entre las hojas de las ventanas buscando la manera de mover el pestillo. Nada. Era imposible. No se podía hacer con el cuhillo… así que quedaba una solución bastante peligrosa. Romper el cristal, a la altura del pestillo, para poder introducir la mano lo suficiente como para llegar a dicho pestillo y correrlo hacia afuera. De esta manera sería fácil abrir la ventana. El peligro consistía en cómo hacer el menor ruido posible para romper el cristal, que era bastante grueso. Pero no se lo pensó dos veces. !Había que arriesgarse!. Que se iba a producir ruido era seguro pero él intentaría hacerlo con un sólo golpe seco. Después… si alguien del interior lo oía estaba perdido. Rogó a Dios, en su interior, que no hubiese nadie en aquella sala.
Volvió a usar el cuchillo pero esta vez fue por su empuñadora. Con un golpe seco y duro logró romper un buen trozo de cristal con el gran cuidado de no hacerse ninguna herida en la mano derecha. Sonó, efectivamente, un fuerte ruido y quedó por unos segundos en total silencio y escuchando. No oyó nada. Parecía como si Dios le hubiese escuchado porque allí dentro, en la sala, no había nadie. Así que con una agilidad sorprendetne introdujo la mano derecha y movió el pestillo hacia afuera. !Ya estaba la ventana abierta!. Deespués saltó hacia el interior de la sala y encendió su mechero de gas para ver algo en la oscuridad. Hasta donde llegaba la luz descubrió que había una buena pila de libros sobre una butaca y varias estanterías de madera con libros colocados en ellas. Pensó que se encontraba en la biblioteca del Tesauro. Efectivamente. Eso era. La biblioteca del Tesauro.
Por simple curiosidad y con ayuda de su encendedor leyó unos cuántos títulos de aquellos libros…