Sube Don Oswaldo, como todas las mañanas, camino de la panadería y sus sempiternos encuentros con la ensoñación. Sube con su bastón apoyándose suavemente en el duro empedrado de La Gasca y, de vez en cuando, detiene su lento y pausado caminar para levantar la cabeza y observar a la pimpollera mañanera que todos los días le dedica una sonrisa especial. !Don Oswaldo siempre con su ensoñación!.
Es día fresco y, a la sombra de un velador, Don Augusto, el jubilado arquitecto de la Municipalidad, dibuja sobre un ancho papel de pergamino, los últimos detalles de su penúltima construcción. Don Augusto es otro veteranísimo de las lides existenciales de aquella época no conocida por nosotros en que llevar una flor en el ojal de la chaqueta dicen que suponía estar enamorado de las sonrisas.
Sube Don Oswaldo pausa… pausa… pausadamente… y el encuentro con don Augusto, el irremediable encuentro generacional de quienes tienen ya más cosas que soñar que cosas que vivir, es inevitable. Don Augusto dobla el pliego en tantas bisectrices que lo convierte en un minúsculo cuadernillo tan blanco e impoluto como la leche fresca que se acaba de tomar. Luego deposita aquel pequeño bulto en la papelera vecinal.
– Pero Don Augusto… ¿otra vez soñando con quimeras?.
– !Ay, don Oswaldo!. No son quimeras… no son quimeras…
– !Déjese de tonterías, que el día es fresco y se va a constipar ahí sentado en el sombrajo de las nostalgias!. !Venga conmigo a pasear que este espléndido sol invita a sentir la primavera!.
Y Don Augusto, animado por la amplia sonrisa de su amigo, se levanta del asiento, deposita las monedas sobre la mesa, saluda quitándose el sombrero, y se despide de la amable señora que le ha servido el vaso de leche fresca. Un bus ronronea, como gato de ciudad, al subir la cuesta y un grupo de colegiales, que han tenido la osadía de faltar a clases, bajan trotando, con sus mochilas golpeándoles las espaldas, piropeando a dos chavalas universitarias que, alegres pizpiretas de la jornada, van flotando por la memoria de Don Oswaldo.
– Augusto… ¿recuerdas a Felisa?.
– ¿Qué Felisa, Oswaldo, qué Felisa?.
– !Ay, Augusto!. Se nota que pierdes demasiado tiempo con esos dichosos planos y por eso olvidas lo importante que fue Felisa para nosotros dos.
– Es que no recuerdo a ninguna Felisa…
– !Ven, Augusto, compremos el pan y sentémonos en el bordillo de la guardería!. !Tengo que hacerte recordar!.