Estimados bohemios voremios:
Recordando mis inicios en las letras… los primeros libros que leía juntando sílabas y los cuentos que no olvido porque ahora son propios, quería compartir con ustedes un relato que me emociona aún el día de hoy hasta la angustia… las lágrimas, que sin duda alguna ha marcado mi forma de escribir y leerlos.
El cuento es de un compatriota (chileno), que retrata claramente parte de la cultura de mi pueblo en el modo de expresarse, en la narración.
Espero con ansias vuestras impresiones y también los invito a compartir esos textos clásicos de nuestras vidas que tanto nos han dejado.
Un abrazo sincero, Rossana.
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El Padre.
Un viejecito de barba larga y blanca, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:
-¡Cabo de guardia!
El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.
Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:
-¿Estará mi hijo?
El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.
-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo repuso el suboficial.
-Manuel… Manuel Zapata, señor.
El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:
-¿Manuel Zapata…? ¿Manuel Zapata…?
Y con tono seguro:
-No conozco ningún soldado de ese nombre.
El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:
-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea…
El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:
-Es el nuevo, el recién salido de la Escuela.
-¡Diablos! El que nos palabrea tanto…
El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora y, como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.
El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro abierto por el calor.
Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
-¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso por la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos.
-¡Ja, ja, ja!… Sí, Cazuela…, pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:
-¡Cinco años sin verlo…!
Mas alegre rascándose detrás de la oreja:
-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja…!
Uno de guardia, pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente.
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.
El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:
-Lo buscan…, mi teniente.
No sé por qué fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueó en su mente.
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:
-En este pueblo…, no conozco a nadie…
El soldado dio detalles no pedidos:
-Es un hombrecito arrugado, con manta… Viene de lejos. Trae un canastito…
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
-Está bien… ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata… Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.
A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes.
A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos como un pollo:
-¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo… dice que es el padre de su mercé…
Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso:
-¡Váyase! Ya voy.
Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.
El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata. Mientras tanto, el padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos…
El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:
-Te buscan… Dicen que es tu padre.
Zapata, desviando la mirada, no contestó.
-Está en el cuerpo de guardia… No quiere moverse.
Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá.
Al entrar, un soldado gritó:
-¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.
El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó:
-¡Mañungo!, ¡Mañunguito…!
El oficial lo saludó fríamente.
Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara.
El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:
-¡Qué ocurrencia la suya…! ¡Venir a verme…! Tengo servicio… No puedo salir.
Y se entró bruscamente.
Y el campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso.
Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.
-Tome: para ustedes, para ustedes solos.
Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:
-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Denle un pedacito…!.
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Hola Diesel, el autor del cuento es Olegario Baeza como he señalado en el título del artículo.
Sí, es una de las grandes interrogantes que nos hacemos cuando nos destrozan el corazón… si es que aún existe allí humanidad.
Me alegro que te haya gustado tanto como a mí, espero tu cuento también.
Un abrazo.
Rossana
Me ha encantado Yopis. De verdad, y con toda sinceridad, te digo que me ha encantado porque mezcla la esperanza con la desilusión y al final queda una interrogativa que todos nos hacemos alguna vez en la vida: ¿habrá vida en los corazones duros?. Un abrazo amistoso yopis. No sé quién es el autor del cuento pero me ha encantado de verdad.
Madre mia!!! todavía corren las lágrimas por mis mejillas, que duro el corazón del hijo…que buenísimo el del padre que todavía pedía que le dieran a su hijo la pechuguita que era lo que más le gustaba.
Que sensación de desamparo y desolación debió de sentir el viejito.
No recuerdo ningún cuento como el tuyo, pero algo buscaré para poner.
Un beso Yopis.
Se me escondió el comentario ..jajaja. besos
Yopis: ya estoy con el cuento. Es el titulado El Olmo y constará de 3 capítulos. El primero ya lo he enviado para su publicación. Espero poder escribir el segundo, por lo menos, hoy… y si es posible, también el tercero y último. Un abrazo sincero y besos a tu patria chilena.
Vale Diesel, espero con atención la publicación de tu cuento.
Y saben? no me aguanté de volver a leer el cuento… inevitable, que lo leo y lloro, wersemei seguro tu me entiendes bien en eso.
Un abrazo para todos y espero sus cuentos de siempre.