La Biblioteca Memphis era un verdadero palacio de cristal de diez pisos de altura en cuya cúpula lucía una gigantesca esfera con los cuatro puntos cardinales enmarcados en un pináculo que se elevaba hacia los cielos. Al llegar a la puerta de bronce, dirigió su vista al letrero de la entrada: “Bienvendio a Memphis. Apriete el botón de la derecha y en veinte segundos podrá usted entrar. Desactive su móvil, por favor”. Apretó el botón indicado. Un letrero luminoso se encendió y surgió una frase: “Dulces furores, dulces desdenes, dulce aplacamiento, dulce mal, dulces penas, dulce carga, dulces palabras dulcemente comprendidas, dulce furor seguido de dulces llamas (Francesco Petrarca)”. Entró con el corazón agitado en la Sala de Recepción y se dirigió lentamente hacia el panel donde estaban consignadas las diversas secciones. En el suelo de mármol pulido, se dibujaba una gigantesca arña lenticular. Y entonces, cuando comenzaba a escudriñar aquel panel multicolor, se dio cuenta de que alguien le observaba. Giró la mcabeza cuarenta y cinco grados hacia su derecha. Allí estaba. Era una joven belleza enigmática. Con ojos ambarinos y el cabello refulgentemente cobrizo. – Hola, ¿te puedo ayudar en algo?…