No dice una sola palabra porque no domina ningún idioma, sólo el mensaje de gestos. En cuanto me ve sentada ante el ordenador, viene y se pone a mi lado, en silencio, y espera pacientemente a que yo me dé por aludida de que quiere una golosina. A veces me hago la loca, otras hago caso y otras monto una pequeña regañina. Entonces se va tristemente a otro sitio y se sienta con cara de desdicha.
Ella piensa que lo más divertido de este mundo es comer. No comprende que se saquen cosas del frigorífico, se consuma una cantidad de, por ejemplo, queso, y luego se guarde el resto de nuevo. Me parece que nos cree trastornados. Lleva mucho tiempo creyéndolo y no entiende bien la utilidad de meter en una caja grandota que hay en la cocina cosas que se podrían comer en el momento.
Le digo que si se cree que todo en este mundo es comer, sobre todo cuando no quiere darse un buen paseo por el parque, lo que ocurre algunos días. Ella me dirige y yo soy la mandada que sigue sus directrices.
Su natural es tranquilo desde que era pequeñita, pero se excita tremendamente cuando ve que hay cordero. No ha perdido la afición con los años: se comería todas nuestras chuletas o el asado en un momento.
Pero en lo demás es tan buena (y lo ha sido desde pequeñita), que tengo que esforzarme para regañarla por su voracidad. Si le doy algo con la mano, pone gran cuidado en esconder los temibles dientes para no morderme. Es el paradigma de las perras, esas de las que la filosofía dice que existen en algún lugar como ejemplares perfectos de su especie.
Igual que mis dos perros. Bueno, sobretodo uno de ellos. También le gusta el queso.
Besos.