LA CAJA DE ÁUREA

Un cubo de acero de dos palmos por lado con una fina ranura en su cara superior era la urna en la que los poemas que venía escribiendo Áurea, desde niña, quedaban prisioneros y olvidados. La había visto formarse a partir de un simple alfiler, alimentada por ese temor que tenemos todos de volver a vivir momentos felices o aciagos de nuestra vida de peregrinos sin destino. Su brillo metálico, su frialdad y dureza eran cosas extrañas para su vida provinciana. Era una caja sin ningún mecanismo de apertura, cerrada en sí misma, insobornable, que cumplía su cometido de impedir que las manos de la poeta la abrieran y hallaran esos trozos de vida anudados en líneas azules y sinuosas que historiaban tristezas tanto como anécdotas de júbilo o de desasosiego.

Áurea era una poeta condenada al hechizo de escribir con más belleza que los rapsodas, quienes habían sido tocados por el hado de la elocuencia y dotados de un plectro agudo y feraz, hábiles con la lira y conocidos en el mundo por haber robado la portentosa voz de las sirenas. Escribía poemas y canciones que reflejaban el estado de su alma ante los avatares de una vida donde su corazón desfallecía de dolor o saltaba exultante ante la fortuna.

Sus cantares hacían florecer los celos de los vates del Olimpo y eclipsaban a los alumnos de Zeus, pero hacían llorar, reír y cantar a las gentes que alcanzaban a oírlos de su boca y de su lira. Muchos le atribuían dotes de pitonisa como la clarividencia y la adivinación, y la seguían por los jardines y prados por donde ella cantaba en su embriaguez de poeta ungida por las musas pero rechazada por las artes de Cupido.

El hechizo obligaba a la poeta a meter los papiros que había escrito en esa urna que estaba siempre al lado derecho de su curul, de manera que, al dejar que esa boca de acero engullera sus poemas, Áurea olvidaba inevitablemente el mensaje alegre o triste que había dejado en ellos.

Este olvido era tan completo que no lograba reconocer sus coplas aun oyéndolos, emocionada, en boca de los juglares que deambulaban por los pueblos contando historias prodigiosas captadas en poemas que ahora eran parte del acervo anónimo de los favorecidos por las musas.

Desgarrada por la necesidad de ver sus obras o de algún hecho que llenara ese vacío de su alma, Áurea corría por las calzadas buscando a quien le pudiera recitar un poema, uno que fuese fresco y le hablara de aquellas cosas que latían en su propia esencia.

Un día, vio un grupo de gente en una plaza: estaban en círculo escuchando a unos poetas. Ella se sentó entre los otros y escuchó atenta. Uno tras otro, lo vates cantaban sus versos. Hablaban de amores, de amores felices y de amores sin encuentro ni dicha. Uno de éstos leyó su obra casi en silencio. Lo que salía de su boca eran espadas que entraban en su pecho y, lejos de herirla, le entregaban una paz diferente. Su canto hablaba de cosas que ella guardaba en lo más profundo de su ser, y eso era bueno.

Una paloma blanca salió de la boca del vate y se posó en sus manos trayéndole un lirio. Áurea tomó la flor y, sin saber por qué, se la comió. Sabía a frutas de los trópicos de su tierra y tenía un aroma que le enrostraba su infancia. Un instante después, le sobrevino un espasmo. Comprendió que ese lirio contenía un veneno y que ya era tarde, porque la negrura de la noche eterna ya la urgía.

Sin embargo, despertó y estaba en los brazos del vate. Descansaban ambos en un paraje de ensueño. Él la miraba con una ternura que ella no comprendía. No se sintió incómoda entre aquellos brazos ni sintió a aquel hombre extraño a sí misma. Al lado de ellos, el brillo del acero de su urna iluminaba en su reflejo el techo de aquella gruta. Cuando ella la vio, todos sus temores habían huido. Se incorporó y se acercó a la urna, y, apenas la tocó, ésta se abrió como una flor en primavera. Dentro, ordenadas como las hojas de un libro, estaban sus poemas, ansiosos de ser tomados por sus manos y de ser leídos y reconocidos por la autora de su existencia.

Áurea leyó uno a uno aquellos poemas. Cuántos recuerdos desfilaban por su mente mientras lo hacía. Ahí estaba la desgarrada elegía que había escrito al morir su padre durante su ausencia. Allí estaban las emociones grabadas de aquellos momentos en los que su primogénito varón había sido alejado de su regazo cual Odiseo condenado a años de destierro. Allí estaban aquellos otros escritos que ella también había olvidado y que habían sido dirigidos a un amor desconocido hasta el final. Y estaban todos aquellos poemas que ella había sacado de su corazón como trozos de vida que ahora, por fin, ella podía volver a vivir, ya exonerada de todo temor. Su corazón se apaciguó y se regocijó.

Miró al poeta que, muy cerca de sí, tomándole una mano, había escuchado, conmovido, todo lo que ella había leído. Sus lágrimas le decían que ella era una poeta insigne, y que sus versos eran de aquellos que se anidaban en las almas y las transformaban para siempre.

Áurea miró a los ojos del poeta. Le dijo: “Mi nombre es Áurea,” y le preguntó su nombre. El poeta sólo dijo: “Mi nombre es Amor.”

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