Desde la ventana de su habitación, Erlin observaba como caía con furia el agua de tanto como llovía. Absorta, seguía el reguero que se formaba en la calle arrastrando con fuerza lo que se cruzara a su paso, sin apenas poder hacer nada y salvar lo poco que aun permanecía intacto. Veía ante sus ojos como se iba perdiendo las sonrisas de la ilusión, alguna que otra lagrima de la alegría, la estrella de los deseos o las carcajadas de los sueños. Todo se lo estaba llevando la corriente y ella lo sabia. Cada vez llovía con más fuerza y con mucha mas rapidez desaparecía el valor de salir de esas cuatro paredes y nadar hasta recuperar una por una las cosas que creyó que no iban a terminar en el fondo de un río, pero el miedo la tenia paralizada y acabaron por hundirse.
Al otro lado de la casa se escuchaba como se acercaba la voz de su madre llamándola:
– ¿Erlín, estás en casa?, ¿Erlín?
– ¡Estoy en mi habitación, mamá! –gritaba desde el otro lado de la puerta.
Fue hacia dónde estaba su hija y sin detenerse a llamar abrió directamente. La encontró fija e inmóvil y de la misma postura que horas antes de aparecer su madre había mantenido sin apartar la mirada del exterior.
– ¿Que haces aquí con la luz encendida y la persiana bajada?
– Mirar lo que con la luz apagada y la persiana subida no puedo ver.
– ¡Pero si hace un día buenísimo! –dijo con entusiasmo mientras se apresuraba a subir la persiana –¿lo ves?.
– Si, lo veo, pero me cuesta abrir los ojos por tenerlos acostumbrados a la oscuridad y el destello ahora mismo me hace daño.
– Hija, tus ojos solo deberías cerrarlos cuando te duermas pero no cuando estés despierta.
– Quizás debería limpiar los cristales de la ventana… –decía entre susurros sin que su madre pudiera escucharla.
– ¿Has dicho algo, Erlín?
– Nada mamá, que tienes razón, que para cerrarlos ya tendremos tiempo.
– Pues vete vistiendo, que tú y yo nos vamos a pasar el día por el campo recogiendo tus flores favoritas.
– Acepto la idea, en unos segundos estoy lista.
– Te espero fuera, ¡no tardes!.
Cuando su madre salió de allí se sentó a un borde de la cama para divisar, esta vez en la distancia, la ventana de su cuarto. El cielo estaba despejado, las calles estaban completamente secas y el sol se mostraba ante sus ojos. Durante aquellas horas que había permanecido inerte, lo que observó no era otra cosa más que su propia lluvia interior reflejada en los cristales.
Muy bueno. A mí por lo menos me gustó mucho.