La primera vez que subí a un escenario fue con el Grupo Hispano en el María Guerrero de Madrid. Representábamos La Mordaza de Alfonso Sastre. Llegué allí por una extraña carámbola que me hizo aventurarme a perder los “miedos escénicos” de mi incipiente juventud. Ultimos años del franquismo. Todavía había “grises” al acecho y el ambiente nacional era todo tensión…
Desde entonces el teatro me enganchó con sus cimas y sus simas. Algunas otras veces he tenido que subir a representar pequeños papeles. Recuerdo que hice de Melquisedec en una obra que había escrito yo mismo. Y también he hecho de golfo “olmedino” y hasta de enamoradizo soñador escondido en la sombra de la poesía de una farola nocturna… pero siempre me ha latido fuertemente el corazón y he sentido las piernas temblar y doblarse antes de salir al escenario (desde aquella primera vez de La Mordaza). Mas una vez que estás ahí, frente al público, ya no ves nada ni a nadie y, lanzado con toda la adrenalina a flor de piel, olvidas los temores y te creces hasta cumplir con tu cometido.
Desde que un día dejé el Banco donde trabajaba y me hice más auténtico conmigo mismo, he sido siempre una persona-caracol con la casa y las ideas de un lugar para otro. Y bajé de los escenarios para escribir obras que otros representaban. En Ecuador casi no existe teatro, pero tuve la alegría de llevar a él mis obras El Juicio de José, Nunca Morir y La Carreta, que me dejaron satisfecho y feliz. Aunque ya un poco alejado de él, me fascinó siempre el teatro (como espectador, como actor y como escritor) y admito que en parte gracias a él soy un incorregible servidor de sensibilidades. A veces un poco jodido por algunos aspectos de la parafernalia pueril; pero siempre dando el paso al frente buscando integralidad para no quedarme con la cabeza vacía.
El teatro es siempre fiel, aunque a veces se hace perverso y te abandona a la suerte de la ruleta mágica… mas siempre seduce pertenecer de alguna manera a él. A veces te puede fallar la memoria pero si no te falla la sensibilidad sales adelante improvisando sensaciones y celebrando la vida de cada día con esas cosas paralelas que siempre conlleva una actuación. La clave consiste en inducir a los iniciados a que se dirijan ellos mismos. Y con la casa y las ideas siempre a cuestas, la persona-caracol que es característica de los teatreros, se hace alucinación y te mueve a querer la vida.
Cuando en las tertulias del Café Libro de Quito alguien me peguntó una noche ¿qué sientes cuando actúas o cuando escribes una obra de teatro? yo sólo respondí algo muy sincero: cuando actúo o cuando escribo una obra de teatro siento que me abro tanto al mundo que me hago amigo de todas esas cosas importantes que diariamente nos rodean, y esas cosas importantes son siempre sencillas pero únicas e inolvidables.
Así es el teatro y el ser persona-caracol al servicio de la representación escénica. Por eso Bertolt Brecht lo adoptó como modelo práctico en un mundo al que siempre quiso transformar en elegía identificándose con sus efectos. Hacer reír y llorar (y sobre todo pensar) a la gente es hacerte simplemente humano. Un día, hablando con un escritor polaco, que era ciego de nacimiento, él me dijo que sólo escribía lo que veía. Ya murió el viejo Dariusz, descendiente directo de Stanislav Wyspianski, pero aunque ciego de nacimiento veía muchas cosas importantes a través de la espiralada creatividad de las innumerables ideas que desarrollaba su persona-caracol.