– ¡Hola, muchacho!… ¡Pasa, pasa para acá.. te estaba esperando desde hace un par de dias!.
El anciano poeta extranjero encaminaba sus pasos hacia la puerta de la vieja taberna en donde, en esos mismos instantes, hacía su aparición el joven licenciado. Eran las once de la noche. Otoño. Por la ciudad transitaba un aire húmedo, de lluvia recién caída, y el viento empezaba a soplar creando ráfagas frías. El grupo de bohemios siempre comenzaba allí sus noches. Gentes del teatro, la poesía y la farándula, bebían de sus botellas de vino. Las prostitutas reían y gozaban, mezcladas, con la abigarrada parroquia.
En la pared principal, desnuda de fotos o adornos, un viejo reloj se mantenía, incólume ante el paso del tiempo, con sus manecillas atoradas. Algún día de algún lejano año se habían quedado atrapadas en la telaraña de las doce menos veinte. Al fondo, en unas pocas mesas y sillas desvencijadas, una pareja compueta por un joven y una jovencita mezclaban besos y vino como un cóctel de la existencia.
-¡Toma… bebe un trago!.
El anciano poeta extranjero extendió la botella de vino que, con dos cañas en el tapón de corcho, servía para empinar largos y profundos tragos. El joven licenciado llevaba, bajo su brazo izquierdo, un libro de Historia Contemporánea que había comprado, aquella misma tarde, en uno de los tenderetes de la plaza donde varios hippies vendían pulseras, collares, pañuelos y libros.
– Gracias; tenía enormes ganas de haber venido antes, pero esto de los exámenes es odioso. ¡Menos mal que ya acabé!.
– Y… ¿qué tal?. ¿Aprobaste por fin?.
– Sí, sí. Ya terminé todo. Desde hoy soy el licenciado que tanto ansiaba mi padre. Espero que ya esté contento y me deje en paz.
– Bueno pues ¡toma! a beber… ¡Muchachos! -señaló dirigiéndose al grupo que bebía en el fondo de la barra- ¡Nuestro joven amigo es, desde ahora un licenciado!.
Y todos corrieron a empinar de la botella de tapón de corcho con cañas.
El joven licenciado depositó su libro de Historia Contemporánea sobre el mostrador y comenzó a charlar con el grupo. Más tarde, cuando todos volvieron a la normalidad de lo cotidiano, se dirigió a su anciano amigo.
– ¡Cuánto deseaba acabar con todo esto!.
– Parece que no estás de acuerdo con tu padre… ¿no?.
– Es verdad… ¡para qué vamos a engañarnos!. A los ojos de él sigo siendo el niño de papá que obtiene el triunfo gracias a sus dineros. No entenderá jamás que uno solo de tus versos me supone a mí más que ese título de abogado con el que tanto sueña para poder presentarme en la Sociedad como su digno sucesor.
– Y… ¿por qué crees que sólo es el egoísmo de su dinero lo que le empuja a ello?.
– Porque jamás podrá entender que un hijo no tiene por qué ser la continuación de un padre. No sabe que somos realidades distintas. Cree que la vida es, simplemente, lineal y que a un padre abogado debe sucederle un abogado hijo. Ahora ya sabes lo que me tiene preparado: casarme con mi prometida para criar otro futuro profesional de las leyes.
– O sea, que eso de tu boda… ¿va en serio?.
– Sí, mi querido anciano poeta. Sé que tú no estás en esa onda y lo curioso del asunto es que yo tampoco lo estoy. No creo que sea un acierto este matrimonio. Tengo que pensar durante unos días…
Cuentan que el anciano poeta extranjero pertenecía a una muy noble familia de su país. Barones, vizcondes o marqueses, que no se sabía exactamente. Pero lo que se aseguraba es que sus padres habían preparado la boda con una princesa poseedora, igualmente, de una gran fortuna. El anciano poeta extranjero huyó de su país, renunció al dinero de su familia y se lanzó a los caminos, recorriendo el mundo, entre vagabundo y bohemio, viviendo de la ayuda de las gentes, malvendiendo libros de poemas y comiendo, muchas veces, gracias a que los amigos del teatro y la farándula se lo llevaban a sus domicilios. Para dormir alternaba desvencijadas buhardillas y parques llenos de jardines en flor.
– Pero… ¿tú sabes lo que es el amor?.
– Siempre tengo dudas. Las tuve hasta cuando soñaba con aquella compañera de estudios y eso que yo estaba, según he pensado siempre, totalmente enamorado de ella. Pero tengo dudas. Ahora sólo pienso en el amor cuando leo tus poemas, cuando se me formaliza el Gran Poema Universal… y sin embargo yo he venido hoy aquí para que tú me expliques, precisamente, qué es eso del amor.
El anciano poeta extranjero comenzó a trazar, con su bolígrafo de tinta negra, unas palabras en la servilleta de papel que, sobre el mostrador, se encontraba solitaria.
– ¡Esto es el amor! -y le tendió la servilleta.
Los versos estaban escritos en la lengua original del poeta. Aquella lengua era totalmente irreconocible para el joven licenciado.
– No entiendo nada… ¿puedes traducírmelo?.
– ¡Por las barbas de Neptuno; ya sabía yo que no lo entenderías!. El amor debería ser tan universal que ningún enamorado hiciese tu misma pregunta pero… demostrado está que no es así. Sólo nme queda una esperanza vital: que llegue el día soñado en que para amar no haga falta traducciones. ¡Ese es nuestro mal, muchacho!. Cuando el amor sea tan universal como la Tierra misma, entonces ya no tendremos que amar en lenguas extrañas. No te lo voy a traducir porque eres tú quien tienes que llegar a comprenderlo algún día; pero te voy a relatar la síntesis: El tema trata de un joven enamorado de la Luna. Para él el amor es la Luna llena, la más hermosa de las mujeres, la inalcanzable… Todas las noches sale a la puerta de su casa, mira al cielo y la ve tan lejana que piensa en lo inútil que es su sentimiento. Pero un día se acerca al pozo de agua que hay junto al hogar. Tiene sed, ¡mucha sed!, y se inclina sobre el borde del pozo. Y descubre algo insólito: allí, en el agua, está brillando, completamente desnuda, la Luna llena. Entonces piensa que ya es alcanzable y que si ha bajado hasta allí, hasta escasos metros de él, también es necesario que haga algo, por su parte, para unirse definitivamente a ella. El joven enamorado se lanza hacia el fondo y se estrella en la superficie del agua. Y muere ahogado, asido a un reflejo lunar que, poco a poco, se le escapa de las manos.
– Me gusta. Es sencillo pero me gusta, aunque tengo que hacer una objeción. Si el joven enamorado busca, constantemente, el amor… ¿por qué fijarse en la Luna si existe la Tierra que está más a su alcance y es más grande?.
– Pues… porque al joven enamorado sólo le gustan las esferas.
– pero la Tierra también es redonda…
– No, joven amigo. La Tierra no es redonda. Quizás lo haya sido en otros tiempos, pero la Tierra ya no es redonda. Tiene otra forma completamente distinta. ¡No lo olvides nunca… la Tierra ya no es redonda…!.
– ¡Oye, muchacho!. ¿Quieres que te diga yo lo que es el amor?.
La prostituta, cercana a ellos, había estado escuchando la conversación. Era alta, vestía una superminifalda y calzaba botas negras. Sus labios aparecían pintados de rojo carmín.
– Ah… pue sí… Podrías tener tú la solución de mi problema.
– ¡Pues claro que la tengo!. Dáme cinco mil pesetas y verás cómo te explico el amor del cuarto de hora.
– Pero eso no es el amor…
– ¡Cómo que no!. El amor sólo dura un cuarto de hora. ¡Desengáñate chavalín!. El amor no dura más de un cuarto de hora. Lo que ocurre es que algunos consiguen amar un cuarto de hora al dia y otros un cuarto de hora al mes. Sin embargo, ¡ténlo muy en cuenta!, la inmensa mayoría de la humanidad sólo está acostumbrada a hacer el amor un cuarto de hora de sus vidas. Sí, el amor existe, pero no pienses que dura más de un cuarto de hora. ¡Dáme cinco mil pesetas y te lo demuestro!.
– Mira, si estuvieras en lo cierto no podría ser que aquellos dos que ves allí, al fondo, estén tan juntos desde hace hora y media.
– ¡Anda éste!. ¡Pues claro que se cumple lo que digo!. Esos son de los afortunados que hacen el amor durante un cuarto de hora al día.
– Pero el tiempo no se ajusta entre lo que tú dices y la realidad.
– Deberías saber ya distinguir entre lo que es el tiempo y lo que es la intensidad del tiempo. Lo importante es la intensidad. Sin ella el tiempo no sirve para nada. Lo saben todos los bohemios así que no pongas esa cara de incomprensión. A mí me lo enseñó éste -y señalaba al anciano poeta extranjero- así que tú tambien deberías saberlo.
A la muchacha que hacía pocos minutos que se había unido al grupo del teatro le contaron la hazaña del nuevo licenciado. Entonces se acercó a éste y le besó, inesperadamente, en la boca.
– Eso es la intensidad… amigo -exclamó el anciano poeta extrajero- La intensidad es, simplemente, el momento más efímero de la existencia. Debemos aprender que somos, únicamente, los hijos de un momento.
La muchacha del teatro se encontraba contenta. Había obtenido el primer premio de la crítica por la reciente obra representada. Todos se reunían en torno a ella. Ahora hablaba con el mozo que solía acompañar al anciano poeta extranjero. Muchos pensaban que éste seguía manteniendo una fuerte cantidad de dinero en un Banco y que, aunque había renunciado de por vida a su utilización, podría ser que quien estuviese a su lado, el día de su muerte, recibiera la agradable herencia. Por eso el mozo acompañante no se separaba de él. Vendiendo bisutería de plata le seguía por todos los caminos. No era, en realidad, un bohemio… pero soportaba las inclemencias del tiempo y la vida del vagabundo esperando cosechar, algún día, el fruto de su persistencia. Todos sabían lo que buscaba, mas nadie se entremezcló, nunca, entre el anciano poeta extranjero y el interesado mozo acompañante.
– ¡Vaya, la una y cuarto!. Me marcho. Tengo mucho sueño porque estos días me encontraba desvelado con esto de los exámenes. Además, mañana tengo que ir al trabajo. Se me ha acabado el permiso.
– ¡Oye, espera muchacho!. ¡Ten!. Esta es la llave de mi buhardilla. Ahora no la voy a necesitar durante varios meses. Resido con unos amigos y entre ésto y los jardines, la buhardilla va a estar vacía, así que, si no quieres estar en casa de tus padres para pensar sobre el asunto de tu boda, puedes quedarte en ella.
– Hombre… ¡pues sí!. Era lo que andaba necesitando desde hace unos meses. De verdad que te lo agradezco. Vamos a tomar un último trago…
El camarero se acercó con una nueva botella.
– ¡No os preocupéis por el dinero!. ¡El teatro paga!.
– Oye, por cierto, ¿desde cuándo está ese reloj parado en las doce menos veinte? -le preguntó el joven licenciado.
– Eso es una vieja historia. El mismo día en que acabó la Segunda Guerra Mundial las manecillas de ese reloj quedaron paradas en esa hora. Nadie de aquí quiso volver a darle cuerda. Desde entonces está así.
– ¡Todos, hasta los relojes, somos los hijos de un momento! -espetó el anciano poeta extranjero.
– Pero… eso no es un momento… ¡es una eternidad!.
– No lo creas. Un momento es toda una vida. Lo que ocurre es que siempre nos faltan veinte minutos para consolidarnos. Ni la bohemia puede conseguir llenar esos veinte minutos. Piénsalo muchacho, ¡veinte minutos que nos faltan!. Esos veinte minutos podrían cambiar el Universo.
El anciano poeta extranjero le introdujo, entonces, un sobre cerrado en el bolsillo izquierdo de la gabardina. Tras esto el joven licenciado se despidió del anciano poeta extranjero y del resto de los parroquianos. Abrió la puerta y, al salir a la calle, el viento, ahora mucho más frío, le azotó el rostro.
– ¡Espera, chavalín, que te dejas el libro! -y la prostituta, en una rápida carrera, le entregó su Historia Contemporánea.
– Gracias.
Transitó por las retorcidas calles del barrio antiguo. Una frase daba vueltas, continuamente, en su cerebro: “¡No lo olvides nunca… la Tierra ya no es redonda…!.