El soldado norteamericano llegó en su Porsche descapotable con un gran cajón de comida para repartirla entre los niños y niñas del campo de refugiados situado en plena franja de Gaza. Eran las 6 de la mañana del jueves día 22 de julio del año 2010. Disfrazado como un tuareg del desierto, con barba de ocho días, lo hacía como prueba de buena voluntad.
El aire caliente del desierto había dejado en su rostro sus estragos y presentaba varias quemaduras de cierta consideración en su frente. El estado de alerta estaba vigente y, de vez en cuando, algunos aviones de las fuerzas armadas israelíes realizaban pasadas de vigilancia. Se había atrevido a saltar todos los controles y por ello era necesario que el gran cajón de comida no fuera descubierto por los sagaces pilotos hebreos.
La proeza consistía en poder avituallar a todos los niños y niñas sin que el general Salomón Borembein se diese cuenta. En medio de aquel territorio tan hostil y violento, el soldado Joseph Julián había pasado sin ser descubierto por las tropas comandadas por el fiero general. Recordaba viejas canciones aprendidas en la celda de la cárcel de La Habana por querer ser libre. El despistado y ya medio ido Fidel Castro no supo nunca cómo logró escapar tras tres años de haber estado en prisión por ser un disidente de su política dictatorial.
El norteamericano Joseph Julián también llevaba un talego lleno de películas en formato DVD para entretener a los niños y niñas del campamento de refugiados. No todo iba a ser sólo comer. Había que darles un poco de alegría a sus tristes vidas. Entre aquellas viejas películas se encontraba “Mogambo”, el famoso film que, en tiempos de Franco, los censores del Régimen franquista, en su estupidez, habían convertido a una leve e inocente infidelidad matrimonial (que no pasó más allá de uno simples besos) en un estupro entre hermano y hermana. Así eran de brutos los censores franquistas.
Una vez introducido en el campamento, el soldado comenzó a repartir entre todos los niños y niñas la comida. Después les hizo sentarse alrededor de una improvisada pantalla echa de una tela blanca y comenzó a proyectar la película “Mogambo”. Todo lo hacía para intentar hacer que la historia de aquellos niños y niñas pudiera convertirse, aunque sólo fuese por una hora y media más o menos, en una mágica aventura. Los niños y las niñas observaban, asombrados, aquella historia que hablaba de un safari africano en donde dos mujeres daban rienda suelta a su pasión por conseguir el amor del héroe cazador.
El tiempo, en el exterior de la tienda de campaña, era de 34 grados centígrados a la sombra. Al sol subía casi hasta los 50 grados centígrados. Los niños y las niñas combatían el calor con los helados Camy que había llevado, entre las mercancías, el soldado Joseph Julián que, en realidad había nacido en Puerto Rico y era descendiente directo de una familia española. Por eso llevaba, en su brazo izquierdo, la bandera rojigualda española.
Más tarde, una vez que todos los niños y niñas del campamento comprobaron que “Mogambo” no tenía ninguna escena censurable sino que era una sencilla historia de amor noble, Joseph Julián se despidió de todos ellos y montó en su Porsche descapotable con rumbo a Jerusalén. Fue cuando un avión israelí de reconocimiento lo descubrió y le ametralló con una ráfaga de metralleta. El cuerpo de Joseph Julián fue recogido por los niños y las niñas del campamento, mientras el cobarde piloto israelí se dirigió hasta donde se encontraba su general Salomon Borembein, en Tel Aviv, para narrarle su “gran hazaña”.
El soldado portorriqueño, de origen portorriqueño y nacionalidad española, fue incinerado y sus rescoldos enterrados, a las ocho de la noche, cuando ya la luna aparecía en el cielo, al lado de un sencillo almendro en flor (tal como él había deseado siempre). En el exterior la temperatura había bajado hasta un primaveral 16 grados centígrados. Sobre su tumba alguien escribió: “Yace aquí un poeta para toda la eternidad”. Cuando el anciano sefardita Moisés Toledo visitó el lugar sólo se quitó el sombrero y lo colocó sobre la humilde cruz de madera para rendirle homenaje a a quel extraordinario poeta.
En el piso madrileño de la calle Princesa de Madrid, número 56, alguien recibió un telegrama: “Tu novio es ya eterno. Stop”. Ella leyó el telegrama, lo dobló cuidadosametne y lo guardó en su bolso de color negro mientras salía a la calle en busca de un bar donde tomar un vaso de ron. Y mientras consumía, poco a poco, el ron Negrita Bardinet, sacó la fotografía de él (en la que aparecía vestido de futbolista con su inseparable balón en los pies) y se quedó pensando… hasta que las estrellas se asomaron al cielo de Madrid. Salió al exterior del bar, miró hacia arriba y le vio jugando al fútbol con su perro; ajeno por completo a todo aquel infierno de Gaza.