La envidia es ese mecanismo psicológico que no permite que nadie tenga ni sea mejor que uno.
“¿Por qué él y no yo?”, se pregunta el envidioso que no acepta el triunfo ajeno, sobre todo, cuando sabe que la persona envidiada es alguien que un día no tuvo nada y que otro día llega a tener todo, como ocurre en el cuento de La Cenicienta o El patito feo.
No hay nada más envidiable en la vida que la suerte de quien posee el juguete que uno mismo quisiera tener. De modo que en esta competencia abierta, en la que uno ambiciona ser y tener lo que es y tiene el otro, es casi natural que el envidioso busque por todos los medios la caída de su rival, impulsado por esa creencia innata de que nadie es tan capaz y perfecto como uno mismo.
En la envidia todo vale: la ley de la selva y el sálvese quien pueda.
Los envidiosos, para procurar la caída de su rival: difaman, insultan, acusan y, lo que es peor, cuando ya no les queda más argumentos para hablar en contra, transforman la mentira en verdad y la verdad la convierten en basura, pues los envidiosos suelen ser como las serpientes venenosas y las navajas de doble filo.
Por eso mi abuela, una señora entendida en el vasto tema de la envidia, advertía sin cesar: “Cuídate de los envidiosos, que esos te dan un beso de Judas en la mejilla y te clavan el cuchillo de la traición por la espalda. Además, si la envidia fuera tiña, cuánto tiñoso habría”.
Con ella aprendí que la envidia es el pecado capital del individuo y la hermana melliza de la hipocresía.
Aprendí también que la envidia es una sensación que afecta más a los frustrados que a quienes son envidiados por su belleza, inteligencia, triunfo profesional, fama o fortuna.
Y, sin embargo, nunca concebí cómo el ser humano puede gozar con la desgracia ajena y entristecerse con la felicidad del prójimo.
Los envidiosos en potencia, que viven “a Dios rogando y con el mazo dando”, tienen un denominador común:
* suelen ejercitar la maledicencia y
* el gusto por encontrarle defectos al sujeto en cuestión,
* con el fin de exaltar sus debilidades y
* menoscabar sus virtudes;
un contexto en el que los más grandes personajes de la historia se sintieron alguna vez envidiados o envidiosos.