El comedor mediría unos ciento cincuenta metros, componiéndose todo su mobiliario de bancos de madera que hacían de silla y mesa, pues cuando teníamos que comer lo hacíamos de rodillas y utilizábamos el banco como mesa.
En una de las paredes había tres piletas con sus correspondientes grifos para poder beber agua cada vez que tuviéramos sed. Eso era todo.
El dormitorio mediría unos doscientos metros y en cuyas paredes se alineaban las camas empotradas en la pared. De día permanecían colgadas sobre la pared y de noche cuando nos íbamos a dormir las descolgábamos para que quedaran horizontalmente con las dos patas traseras apoyadas en el suelo.
Los aseos ocupaban un espacio de alrededor de sesenta metros. En sus laterales se asentaban los servicios de duchas y letrinas. Las condiciones de limpieza de aquellos aseos era caótica, abundando los malos olores y dando lugar a que los gérmenes se sintieran como en su casa.
Esto, más la escasez de alimentos, conllevaría a que la gran mayoría de los niños nos viéramos afectados por raquitismo, parásitos y muchas enfermedades, abundando el sarampión, la tiña y la sarna.
El único tratamiento que yo conocí fue para la sarna y la tiña. Para la sarna te untaban todo el cuerpo de azufre y para la tiña cocían unas patatas, las machacaban y hacían una cataplasma que te colocaban con una venda en la cabeza.
Yo no sé hasta que punto esta cura era eficaz, pero era lo único de lo que se disponía para curar o paliar estas enfermedades ya que en aquel centro no se disponía de ninguna protección sanitaria. No teníamos ni un triste médico que te pudiera visitar cuando te ponías enfermo. Si la enfermedad era grave lo más probable es que murieses por falta de asistencia médica, pero para ellos esto no era problema, te enterraban y ponían otro pobre niño en tu lugar. Entonces abundaban en las calles de Valencia los niños desperdigados y sin rumbo, ya que muchos de ellos habían tenido la desgracia de perder a sus familiares en aquella guerra inútil que nos enfrentó a todos los Españoles.
La disciplina allí dentro era acérrima. A las veintiuna horas nos mandaban a dormir, no sin antes hacer los rezos correspondientes. Y a las siete de la mañana nos despertaba nuestro cuidador a toque de silbato.
Si el que estaba de guardia era el “señor Ramón” ya podíamos temblar, sobre todo el que mojaba la cama. A la hora de levantarnos siempre llevaba una porra (como la de los guardias) que en plan amenazante empuñaba con la mano derecha golpeándola contra la palma de la mano izquierda. Así iba pasando revista de cama en cama al mismo tiempo que gritaba fuertemente:
– ¡A ver, el que se ha orinado! – con seguridad probaba la porra del “señor Ramón”.
Por el contrario si el que estaba de guardia era el “señor Valentín” los que mojaban la cama podían estar tranquilos, ya que como he dicho antes este hombre era muy benevolente y, además, no utilizaba porra.
Después de levantarnos nos formaban al estilo militar y nos llevaban a las duchas, duchándonos con agua fría fuese verano o invierno y, además, sin jabón, ya que allí este no se conocía.
La calefacción ni sabíamos lo que era.
Una vez duchados pasábamos al comedor donde nos preparaban un almuerzo que se componía más o menos de unos cincuenta gramos de pan y un cuadrado de chocolate de algarroba. Por si alguno no sabe lo que son algarrobas puedo decir que son frutos de un árbol, en forma de vaina, que se empleaba para alimentación de caballerías, pero que en aquel tiempo, debido a la escasez de recursos, se empleaban para la alimentación humana.
Después de almorzar si no hacía frío solían sacarnos al patio y si lo hacía estábamos toda la mañana en el comedor. La comida la servían a las trece horas y el menú se componía de un plato de caldo con trozos de col, alguna patata y los mismos cincuenta gramos de pan que antes he descrito en el desayuno. En todas las comidas había que rezar antes y después de comer.
Por la tarde, sobre las diecisiete horas, rezábamos el Santo Rosario y alrededor de las diecinueve horas nos traían la cena que era muy similar a la comida del mediodía. Y esta era nuestra rutinaria vida.
Nunca he pasado en toda mi vida tanta gana de comer como la que llegué a pasar allí. Nos comíamos las cáscaras de cacahuetes, las cortezas de naranja y si podíamos coger una de plátano ¡eso era un extra! Era tan grande el hambre que pasábamos, que recuerdo que a un niño le pusieron el apodo de duende pues cuando todos los niños estábamos durmiendo, este se levantaba muy despacio procurando hacer el menor ruido posible para no despertarnos, nos cogía la ropa y, de la misma forma que un ratón, nos roía los botones, que eran de madera. No existían los plásticos en aquella época. Así que, si querías evitar que al levantarte te encontraras la ropa sin botones, tenías que guardarla bien debajo del colchón o debajo de la almohada.
Aquello de colegio solamente tenía el nombre, pues todo cuanto nos enseñaban era a rezar constantemente.
Llevábamos al cuello un cordón con cuatro o cinco medallas, además de un escapulario de tela en la que figuraba la imagen de la Virgen del Carmen.
El “señor Ramón” siempre insistía en que si teníamos la desgracia de morir y moríamos en pecado mortal nuestra alma iría irremisiblemente al infierno. Allí, según sus palabras, el castigo sería horrible y estaríamos siempre ardiendo para toda la eternidad, sin llegar jamás a consumirnos. Por el contrario, si moríamos y en el momento de la muerte llevábamos puesto el escapulario, aunque muriésemos en pecado mortal, nos libraríamos de ir al infierno. Este sería automáticamente cambiado por el purgatorio, de donde tendríamos la oportunidad de que algún día te sacara la Virgen del Carmen y te llevara al cielo, desde luego no antes de pagar por nuestros pecados. Así que siempre insistía en que tuviéramos mucho cuidado de no perder el escapulario y si lo perdíamos alguna vez avisásemos rápidamente para darnos uno de repuesto, no fuera ser que tuviéramos la desgracia de morir en pecado mortal.
Estas enseñanzas nos tenían traumatizados. No comprendo como un hombre tan religioso como el “señor Ramón” podía ser tan cruel con nosotros, ya que de lo único que hablaba siempre era de milagros y todo lo relacionado con la religión.
Llegó el primer domingo de mi ingreso en aquel centro y nos formaron en dos filas para llevarnos a la iglesia a oír “la santa misa”.
Durante todo el trayecto nos llevaron formados en dos filas al estilo militar, cogidos de la mano y cantando canciones religiosas. Una de las canciones que más me acuerdo decía así:
– “Era niño del albergue, del albergue la misión, porque allí encontrarás tu entera salvación. Bendito, bendito, bendito sea Dios, los Ángeles cantan y alaban al Señor”.
Al llegar a la Iglesia nos situaron en un extremo de la misma todos de pie. Los pocos bancos que había estaban reservados para las monjas.
No puedo describir la alegría que sentí cuando vi entrar a mis hermanas con un grupo de niñas. Todas iban uniformadas, cubriéndose la cabeza con una boina y con el pelo extremadamente corto. Al verlas no me pude contener y llorando me salí de la fila con la intención de llegar hasta donde se encontraban ellas.
No llegué a conseguirlo, ya que el señor Ramón se percató de mis intenciones y salió detrás de mí dándome alcance. Me cogió de un brazo me sacó fuera de la Iglesia, haciéndome pagar muy cara mi rebeldía. Sacó la famosa porra de goma que siempre llevaba consigo y me propinó unos cuantos azotes en mi trasero y espalda.
Según él me había portado muy mal en la Iglesia al originar semejante escándalo y había cometido un sacrilegio o pecado mortal en la “Casa del Señor”. Para purificar mi pecado tendría que cumplir un castigo de privación de la comida del medio día y por supuesto confesarlo al sacerdote, para que a través de la penitencia que me impusiera me lo pudiera perdonar Dios.
Después de aquellos azotes me exigió que le pidiera perdón prometiéndole que en la Iglesia siempre estaría callado guardando el debido comportamiento. Con el cuerpo bien caliente volvimos a entrar para terminar de oír Misa. La Misa que yo oí fue una pena que me ahogaba con los ojos anegados por las lágrimas que resbalaban por mis mejillas, ya que frente a mí y a una distancia de unos cuarenta metros, estaba viendo a mis hermanas y ni tan siquiera podía acercarme a ellas, “allí estaba prohibido.”
Al salir de la iglesia, y aún no estando autorizado, mis hermanas se me acercaron en un descuido por parte de las monjas, nos besamos los cuatro llorando al mismo tiempo que ellas trataban de consolar mi llanto. No creo que aquel encuentro durara más de dos minutos pero fue suficiente para que me dieran a escondidas un poco de chocolate de algarroba, del que ellas se habían privado guardándolo para mí. Mis hermanas me prometieron que todos los Domingos lo guardarían, y así fue. Todos los domingos después de oír Misa, y ya fuera de la Iglesia, al menor despiste de nuestros cuidadores me daban el chocolate.
Ahora, en la actualidad, mi mente no para de procesar aquellos recuerdos ya lejanos en el tiempo y me pregunto: ¿Cómo unas niñas en su más tierna infancia y teniendo en cuenta el hambre que existía podían hacer este sacrificio por su hermano? La verdad es que no entiendo como a su corta edad podían quedarse sin comer con tal de que yo pudiera hacerlo.