Y eso que yo no necesito apenas nada para vivir, me decía ella. Yo callaba porque no quería entrar en discusiones, pero las cosas no me cuadraban. Había estado intentando convencerla de que su situación era buena, no fabulosa como era antes, pero sí para estar tranquila siempre y cuando tomase ciertas medidas.
También había intentado hacerla ver que más vale la lucidez que el taparse los ojos voluntariamente, que no vale culpar más que al destino de ciertas situaciones. Que en un momento dado las posiciones más estables pueden tambalearse.
También había querido que comprendiera que si en algún momento se había equivocado, lo más sabio era asumir el error y no torturarse eternamente por no haber tomado un camino diferente. Quería, porque ella me importa, que supiese encontrar su “camino de en medio” para que pudiera proseguir en paz consigo misma. Quería que recuperase la armonía que ahora dudo que alguna vez hubiese conocido.
Pero ella ha seguido repitiéndome todo este tiempo que no necesita apenas nada, mientras saca el coche del garaje de su vivienda de lujo, arropada en su abrigo de visón.
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El es un chico joven, muy trabajador y, sobre todo, muy apañado. No le conozco bien, pero sí conozco su actitud.
Un día le oí decir que como tiene poco tiempo (y dinero) para comer en un restaurante y no puede ir a su casa, se conforma con hacer un buen desayuno, luego tomar un caldo de la máquina de la empresa y un par de sándwiches que se lleva de casa. En cuanto sale de trabajar y llega a casa, hace una buena cena. Vamos, que ha adoptado los horarios europeos para las comidas, no por gusto sino por necesidad. Y lo dice sin ninguna amargura, va a lo práctico porque es independiente, porque no culpa a nada ni a nadie de su situación. Para el resto de cuestiones que afectan a su desenvolvimiento en el día a día, mantiene los mismos criterios: sobrevivir es para él más importante que las emociones negativas que pudiera sentir y que acabarían privándole de la energía que necesita.
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El que el primer caso se refiera a una mujer y el segundo a un hombre es irrelevante y se podrían intercambiar perfectamente. Seguramente todos conocemos casos que así lo demuestran.
Me gustaría que ella también fuera una superviviente.
Siempre he pensado que se suicida más gente en Wall Street que en Ruanda. Somos peones de una sociedad de consumo en la que ya no importan los valores que nos han traído hasta aquí. Que nunca se nos olvide vivir…
PD: Me ha hecho pensar en la película “Crash” tu reflexión. En la vida de la mujer del fiscal del distrito y en la del cerrajero…
Un saludo.
Siempre se ha dicho que, en la posguerra, los mal pagados albañiles con media docena de hijos no conocían la depresión gracias al carajillo de las mañanas.
Quizá era también porque no existía el consumismo.
Saludos.
Sobrevivir o no sobrevivir dijo el poeta. La mujer del abrigo de visón sobrevivirá envuelta entre sus pieles. El obrero del carajillo mañanero sobrevivirá envuelto en un sandwuche de bocadillo de sardinas. Todos sobreviviremos de alguna manera u otra. Pero el poeta siempre seguirá proponiendo lo de sobrevivir o no sobrevivir porque es el lema del pensamiento continuo.