Como proyectiles lanzados por arma de fuego, continuaron hasta llegar al Parque de los lagos. El único en Cosmopolitano. Antiguamente era una fábrica que cerró, pasaron los años y continuaba en desuso, desalojada, con la ayuda de abandono y las firmas de los vecinos, consiguieron tener unos bonitos y necesarios jardines con sus fuentes, sus juegos infantiles, bancos donde sentarse los ancianos que dialogaban al sol sobre historias de otros mundos. Las parejas de adolescentes besaban la mejilla de la ilusión en cualquier rincón. En un gran patio se jugaba a la pelota, patinaban o circulaban en bicicleta; también construyeron un frontón y en todo el parque se hallaban plantados un centenar de árboles autóctonos. Los perros trotaban por el césped artificial.
Andy fuma unos cigarrillos y observa el entorno “Maqueta del Edén”, cansado de tirarle palos para que se los devuelva. Jazz es autodidacta, prefiere ir a su rollo, además no le encuentra el sentido a lo del palo, él era un perro libre, sujeto a su amo por cariño recíproco. No nos equivoquemos, a otro perro con ese hueso.
¡Jazz!, por hoy ya tienes bastante. Vámonos a casa, venga, ven aquí Jazz… Lógicamente Jazz no tenía ninguna prisa, se hubiera quedado un rato más. Pero había que obedecer al amito, que estaba pasando por un percance de lo más desagradable.
Guau, guauu, guauuu se despidió de los de su raza, que respondieron y a su vez, dieronle un ceremonioso hasta luego con un coro de ladridos, aullidos y un intenso tirón de correas. Los dueños hacían verdaderos esfuerzos por dominar la situación y mantener la calma. Gritaban que callaran y estuvieran quietos. Esto no era justo, primero les daban confianzas y al terminar de leer el periódico, dialogar con sus semejantes y presumir de chucho, ¡hala!, para casa, ¿tanta prisa había?, ellos estaban encerrados entre esas paredes que llamaban pisos, casi todo el día. Necesitaban explayarse y recrearse con los de su raza. Jazz le tenía echado el ojo a una linda Alsaciana de casta como él. Pero a saber si la volvería a ver en otra ocasión con más tiempo.
¡Baaaah!, estos adultos no nos entienden. ¡Qué vida más perra…!
“Angie, las nubes negras te acompañan”, decían los Rollings desde un diminuto aparato que escuchaban unos rockeros, tendidos en la hierba, pasándose un “peta” de maria. Andy tenía treinta y nueve años y había prescindido de las drogas, mas no del psiquiatra que le recetaba sucedáneos permisivos legalmente, para que pudiera conllevar el pasado ayer y el presente hoy, con el futuro de un mañana orgánico.
Pensaba en el colgado de su psicoanalista. ¿Necesitaría también terapia?
Iban a cruzar una calle “frecuentemente intransitable”. Avanzaron cuatro pasos, Jazz notó el peligro cerca. Por la izquierda y en contra dirección, un vehículo deportivo venía derecho hacia ellos, a una velocidad extrema, acción inusual siendo un carril peatonal con garantía de ocio. Sin duda el auto criminoso les embestiría si no actuaba deprisa, ya que Andy no se había dado cuenta. Estiró de la correa con todas sus fuerzas, agitándose y ladrando, dio la alarma empujando de un formidable salto al dueño distraído, en el mismísimo instante en que el coche pasó como un rayo. Hombre y can cayeron en unos matorrales, saliendo con arañazos y sin número de matrícula.
Los transeúntes le preguntaban si estaba bien, si quería que le acompañaran al dispensario de “Cuatro Calles”, que estaba allí al lado. Maldecían a gritos al temerario conductor.
Andy agradeció el vivo interés de la acrisolada congregación y marchó después de examinar minuciosamente a su lobo salvador. Bueno, por suerte no había pasado de un fuerte susto repentino e inesperado, aunque temió que guardara en el peor de los casos, relación con la casualidad premeditada. En adelante “por si las moscas”, tomaría precauciones y vigilaría de no dar la espalda a la gente malintencionada.
Leyó su supuesto nombre, Edgar García, en el buzón, junto al de su hipotética compañera de reparto, Marta Rubens. Letras en relieve, mayúsculas y plastificadas. Bastante gastadas, lo que demostraba que no era reciente el cartelito. Sólo propaganda, nada de correspondencia. Subió las escaleras llave en mano, entró en el piso, encendió las luces sin titubeos, conocía el recibidor a pesar de no deducir claramente la situación. ¿Cómo se entiende que viviera sin respirar?
Agudizó el esfuerzo de concentración por cerciorarse de algún paso no realizado, ¿cometió un error de cálculo? Rechazó las voluntades involuntarias que desmenuzaban los fundamentos creenciales para justificar el raciocinio de este aparente fenómeno… ¿paranormal?
En el estuco del comedor, dos copias regateadas del cubismo sintético de Juan Gris. Cuadros que él mismo había comprado un domingo en el mercadillo artesanal “Buscando tres pies al gato”, puestos ambulantes de venta al por menor que bordeaban el malecón del muelle “Olas de pena en playa seca”. ¿Significaba que llevaba una doble vida?, ¡qué estupidez! Con todo, fusionaba con las dos, empero no recordaba bien una ni otra. Circulaba por alturas espinadas, en un velocípedo tándem, con una existencia en cada sillín, pedaleando con las cicatrices de nacimiento a piñón fijo, manillar sin manos, rodaba la corona dentada en el engranaje que la cadena grasienta retenía en mordedura de campanas de borrados y tachados telares de infancia. Llagas abiertas a un siniestro conjuro catapultado al fracaso, aislado de multitudes de días tal vez memorables echados al ahogo de aguas turbias, bajo el puente inagotable de piedras cronológicas.
Descartó este aliño de conjeturas por inexistenciales, falta de exactitud y pruebas contundentes. Continuaría buscando la panacea Universal.
Pese a sentirse raramente familiarizado con la casa, pues reconocía sus habitáculos, siempre existía un pero… aquel no era su hogar y allí no estaba roto el cristal de la ventana, no chirriaba el sillón, ni siquiera era de muelles.
Empezaba a hartarse de aquel juego y su cruel partida y aún más cuando se apagaron todas las luces.
Sacó dos velas de un cajón y prendió una cerilla encendiendo la torcida de algodón, iluminando al acto el lugar con la difuminada claridad de los parches oscuros de sombras cimbreantes. El ambiente era idóneo para la intimidad de una pareja, una cena fría, para una velada entre amigos con música de fondo, para teorizar temas místicos, bailar con las emociones, para llorar con sentimiento, para una noche bohemia y poética. Pero para nada en su estado de desconocimiento, de inseguridad, aunque… ¿cómo había adivinado que las velas se encontraban en el cajón elegido? Fue directo a él, completamente convencido de hallarlas. No había duda de que la casa estaba impregnada de huellas suyas. Caprichos del destino.