El Reflejo de los sueños en lunas rotas(Perdido en la eterna oportunidad) 25

Andy inició el regreso a casa con el corazón bombeando, dejando atrás un fuerte olor a cebada. Le hubiera gustado trabajar en el circo y secar lágrimas con el estribillo de una canción desentonada. Hacer feliz a las gentes y ver mundo, entrar por las puertas abiertas de par en par, antes de que se cerraran y se volvieran blindadas, quería conocer todo tipo de experiencias. Iba pensando mientras mordía un trozo de pan caliente y le llegaban las voces histéricas de aquellos niños del barrio.
Es una puta, es una puta…


Incontenibles, sus gritos se habían convertido en un juego maliciosamente ingenuo. Andy escapó, asustado de aquel pernicioso ritual, cubriéndose los oídos con la chaqueta, simulando tener frío.
Dos días después, paseando de la mano de su tía parisina, Françoise, vio a su madre saliendo de un bar y entrar en un portal acompañada por un hombre. Aprovechando la confiada mirada de su tía puesta en el precio de unos zapatos y a la vez admirando los bien llevados cincuenta años que reflejaba en las cristaleras de los escaparates y en los comentarios de dos obreros de la construcción, palabras soeces nombrando partes del cuerpo, Françoise se sentía joven y dispuesta a demostrarlo. En este punto, Andy se desprendió de ella, soltándole la mano y echando a correr.
¡Eeeh!, Andy, ¿qué haces?, ¡vuelve aquí!, no hagas que me enfade, ¿qué me oyes? Pero Andy no la escuchaba, traspasó el portal y subió de dos en dos los mugrientos escalones de la vieja pensión “El Polvo”. Al llegar arriba, en el primer piso, le dio el tiempo justo de ver desaparecer a la pareja entornando la puerta de un largo pasillo lleno de ellas. Su corta estatura le ayudó a burlar la vigilancia de una mujer octogenaria que sentada, leía una revista del corazón. En cuclillas, agachado, se escabulló escurridizo hasta verse frente a su destino. Se irguió y entró, la llave no estaba echada… su madre sí y tenía en la boca algo que pertenecía al hombre y éste a su vez, con la cabeza entre las piernas de su madre, gemía, ella también gemía.
Madre, ¿qué pasa?, ¿qué te hace este hombre…?
Y como hiciera en otra época Billy El Niño o Pancho Villa, Andy se abalanzó y golpeó la espalda de aquel hombre que hacía gemir de dolor a su amada madre. La memoria en su sitio devolvió el hipnótico chillido de la mujer horrorizada, paralizada con un rictus que asustó a un Andy niño, a un Andy hijo.
Mamá, mamá, ¿qué pasa?, dime algo, ¿porqué no te mueves? ¡Mamáááá!, ¿Mamá?
Acudieron presurosas las alcahuetas, la tía Françoise, la Benemérita y los benditos que siempre se unen a las cruentas hazañas. La situación enmarcaba un lienzo dantesco. Señores, desalojen, ¿es que nadie tiene nada que hacer?, venga, a paseo. Caso cerrado y archivado.
Una semana de incertidumbre pasó, antes de que tía Françoise le confesara que su mamita se había ido al cielo.
¿Ves aquella estrella que reluce más que ninguna?, ¿si?, allí, ajá, allí está tu madre y te observa siempre sonriente, siempre pendiente de ti, porque tú ya sabes que ella te quiere mucho, ¿verdad…?, ¡claro que lo sabes!. A partir de entonces, la mujer se olvidó de París, se quedó en la casa de su hermana y cuidó lo mejor que supo de su sobrino. Andy aceptó este cambio y la tutela de la tía Françoise, pues del padre ni se conocía el paradero. Vagaba borracho con la botella a medias, nunca vacía, nunca llena. Cuatro monedas en el bolsillo, hebras de tabaco y la pistola como única herencia terrenal. Dormía en vagones abandonados o en suelos fríos de orillas descalzas. Andy admiraba y quería de manera incondicional a su padre, mas no tenía ocasión de decírselo. La ocasión nunca se presentó. El suceso vino impreso en un periódico clandestino:
Una mujer de treinta y cinco años, de profesión “sus labores”, muere en un ataque de psicosis epiléptica, producido por un fuerte impacto de shock, mordiendo el miembro de uno de sus clientes, cortándolo de cuajo y atragantándose con el mismo. El hombre, asiduo visitante del burdel y debido a la negligencia por parte de las pertinentes autoridades, llega al hospital general de “La Fe Ciega”, blanco como el papel, totalmente desangrado. Una vez más, nos encontramos con una deplorable actuación de irresponsabilidad hacia el ciudadano civil, falto de protección. Los hechos se gestaron en el periférico barrio portuario de Cosmopolitano.
Algunos años más tarde, Andy leyó la noticia en una hemeroteca; fue cuando se enteró de que su madre querida, no era una estrella en el firmamento. Andy López abrió los ojos, regresando del túnel del tiempo por algún narcótico que dejaba de hacer efecto. La sala de espera y el televisor ya no se encontraban en su diccionario holocaustico.
El Doctor ya puede atenderle… adelante si es tan amable.
Marta Rubens, bata verde, bloc de notas para concertar visitas y bolígrafo en mano, le dirigía cortesía con celosa parsimonia.
¿¡Marta Rubens!?…
¿Cómo dice?, ¡ah!, no, no, se equivoca, yo me llamo Andrómeda Kandinski, creo que se confunde, quizá le ha parecido ver en mí a otra persona, ¿cierto? ¿algún ser querido?, oiga, se ha puesto pálido, ¿se encuentra bien?, le cogió la muñeca y hubo un minuto de mutismo. Las pulsaciones están bien, ¿quiere que le haga una infusión?
Decidida, Andrómeda se levantó y salió con un suave roce de medias.
¿Porqué nadie era quien debiera ser?, ¿porqué la vida tenía tantas réplicas? Jamás llegó a tomarse la infusión, cayó al suelo, desmayado, buscando la simbiosis de la difusa irradiación del Aura paranormal con el alma empírica. Reposando de la mezquindad y de la derrota histriónica que se mofaba con mueca hilarante en sus avances nativos en conjunción de principio y maestría expresionista.

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