Parque Nacional Iguazú. Imagino que me caigo en la Garganta del Diablo. Ochenta metros de caída libre hasta el río; desde allí, un pozo de incalculable profundidad.
El Diablo me traga desoyendo mi pedido de ser regurgitado. Llego a su estómago (el inframundo quizás; o una simple gruta hija de la erosión y el paso del tiempo). Inexplicablemente sobrevivo. Me encuentro rodeado por millares de arañas, culebras y toda clase de alimañas, algunas reconocidas por la ciencia y otras no tanto. Me dirijo hacia una grieta que parece ser la salida o, lo que sería lo mismo, la entrada a los intrincados, laberínticos intestinos del Demonio.
Me pregunto algo: si la Garganta del Diablo es realmente la faringe del Príncipe Obscuro, ¿fue este despreciable ser declarado patrimonio de la humanidad en 1984? ¿Es, a partir de ese año, propiedad de todas y cada una de las personas que lo odian, lo aman o simplemente niegan ingenuamente su existencia?
La respuesta es simple, única y concisa: no.
En la grieta hay un caniche de tres cabezas y de cada una de ellas cuelga una medalla con un nombre: en la primera dice Can, Cer en la del medio y Bero en la última. La presencia de este guardián mitológico me hace sospechar que los griegos llamaron -erróneamente- Estigia al río Iguazú. Cabe suponer también que el error fue cometido por los conquistadores al llamar Garganta del Diablo a la principal puerta del Tártaro.
Desde lejos se me acerca una luz. Su blancura me deslumbra y no consigo calcular la distancia que nos separa. ¿Quinientos metros? ¿Veinte?
Mi mente no cree lo que mis ojos ven; y más aún: mis ojos no ven lo que mi mente cree. Mis ojos ven un ángel (más precisamente un ángel caído); mi mente concibe a Satanás como un tipo rojo con cuernos.
Can, Cer y Bero corren al encuentro de su amo agitando frenéticamente la cola. Las caricias y los juegos no se hacen esperar. ¡Indudablemente eso es amor!
El Ángel Caído me mira a los ojos permitiéndome ver la tristeza que crece en la profundidad de los suyos. En un instante fugaz una fatal verdad es revelada: desde que Dios inaugurara el Purgatorio ya nadie sería condenado a las infinitas torturas del Infierno sin antes dársele la oportunidad de arrepentirse de sus pecados. Este acto de piedad divina tuvo como nefasta consecuencia la completa anulación de los pecados capitales; cualquier cristiano es libre de cometer cuanto robo, asesinato o adulterio quiera, siempre y cuando se arrepienta en su lecho de muerte. El lógico resultado es la existencia de un Cielo superpoblado y, por contrapunto, de un Infierno desierto.
Uno puede pactar con el Ángel Caído, pero este acto pecaminoso también es purgado en la antesala del Paraíso Celestial.
El Ángel Caído vive solo.
Voy a quedarme a hacerle compañía.
5 comentarios sobre “En el rincón más obscuro de mi emnte”
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Hay datos geográficos, históricos y mitológicos muy interesantes en tu relato. Está pleno. El Iguazú y sus leyendas. Conozco algo de ello y reconozco que has hecho un texto muy interesante y tan profundo como la Garganta del Diablo.
Diesel, gracias por tantos halagos y por tomarte el tiempo de leerme.
Saludos.
Adriel yo me quedo contigo y hacemos una barbacoa, pero nos vamos en invierno, vale.
Me a parecido muy interesante tu escrito, felicidades
Pero que ilusos somos, el infierno lo tenemos aquí en la tierra, y hay bastante maldad, así que no te preocupes el algel caido no esta solo, un saludo con beso
Veo que te fascinan los ángeles.
Leí en una ocasión un poema argentino que dice que Dios prefirió al hombre antes que a los ángeles.
tu escrito está lleno de duende.
Me he adentrado en él, y me he perdido por sus recovecos.
Me he perdido por los recovecos te tu escrito tan llenos de luz