Era fría la noche y todos los transeúntes caminaban demasiado ocupados en sus impertérritos pensamientos como para que aquel indiecito pequeño como un alfiler pudiese llamarles la atención. Solamente las luces de neón de un comercio de perfumería parecía saludarle a través de la bella modelo del escaparate y la sonrisa de ella, blanca como el marfil y enmarcada entre los finos trazos de unos labios de amapola, le atornillaba la conciencia en una desesperada soledad. ¿Y quién era él para poder seguir amándola bajo la niebla y el temblor de la piel?.
¿Qué derecho poseía él, pobre indiecito arruinado por las lacras del alcohol, para desearla toda la noche envuelto en su poncho de colores tan vivos como el arco iris de las pupilas de ella?. Y, sin embargo, a pesar de su propia prohibición, el indiecito seguía alli, arrebujado contra la mugrienta esquina de las colillas del tabaco gringo, amándola con desesperación… esperando que la noche se hiciera terriblemente oscura para levantarse y, como ladrón de bicicletas, darle un beso en la boca a través del gélido cristal del escaparate como hacía todas las noches, a hurtadillas, escondido de la mirada escudriñosa de los policías, desde hacia ya un lustro…