En el claro del bosque, los niños jugaban a atrapar la luz y sus saltos y cabriolas hacían crujir las pequeñas ramas esparcidas por el suelo. El perro les miraba desconcertado: nunca antes había estado con ellos en el campo y ni siquiera en el parque sus juegos eran tan agitados.
A lo lejos se oían voces que se acercaban. Era un grupo nutrido: toda la familia se había puesto ¡por fin! de acuerdo para ir de excursión. Los niños decidieron esconderse para asustar a los mayores y corrieron hacia un grupo de árboles cuyos gruesos troncos les proporcionarían un escondite seguro. Y allí era donde estaba la pareja besándose ardorosamente, sin reparar en nada de su entorno.
Al principio de la caminata la pareja que ahora se besaba (él, Fran, padre de Marcos, uno de los niños; ella, Marisa, precisamente la mejor amiga de su madre, que se había unido a la expedición) se habían alejado del grupo por separado sin que nadie les hubiera echado de menos.
Los niños, escondidos para que la pareja no les viese, asistían atónitos a aquel espectáculo. Ninguno de ellos osó susurrar siquiera una palabra. Sabían, a su corta edad, que aquello era algo prohibido y que darse por enterados sólo les traería inconvenientes. No era un razonamiento sino una intuición. A pesar de ser el más pequeño, Marcos miró desafiante a los demás niños: se notaba su dolor y su rabia.
Fueron retrocediendo sin volver la espalda y sin hacer ruido. Al alejarse lo suficiente se miraron y esa mirada sirvió para formalizar un pacto de silencio. Ninguno de ellos diría nada. Se unieron al grupo de caminantes sin dejar que los mayores advirtiesen el peso que ahora soportaban.
El grupo encontró el lugar ideal que buscaba para el almuerzo y empezaron los preparativos. Se les unió al poco Marisa y algo más tarde Fran, sin que al parecer nadie hubiese reparado en su ausencia.
Fue un día memorable, en el que las risas y la convivencia acabaron con los pequeños roces que habían existido previamente. A los mayores les extrañó el silencio que había caído sobre el grupo de niños, pero lo achacaron a los correteos de toda la mañana, al cansancio que acaba produciendo el ejercicio al aire libre.
De vuelta a la ciudad, en casa de la abuela y mientras los mayores se demoraban en las despedidas, los niños jugaban a atrapar la luz, pero era la luz la que les atrapaba a ellos. Su abuela miraba aquellas pequeñas esculturas móviles bañadas por los colores de las vidrieras de su balcón penetradas por los rayos del sol. Pronto se irían a sus respectivas casas. Qué alegría que todo fuese luminoso en la vida de estos niños, que no existiesen problemas en su horizonte. Y cerró los ojos y formuló el deseo de que siempre fueran tan felices como ahora…