Tangenciales

Posiblemente Adán y Eva también comenzaron así, dentro de un automóvil lanzado a toda velocidad y sin frenos, que bajaba la cuesta de las decepciones sin ningún ocntrol hasta que pudimos internarnos entre los vegetales de la sinceridad hundiendo el motor en el tronco de una encina certera y que nos reclamó la verdad de nuestras intenciones. Al menos ese fue nuestro origen, al borde de un abismo sentimental donde todos los días se despeñaban los perros antes de llegar a la real ciudad de sus ilusiones. Sin embargo, no fue imaginario nuestro nacimiento sino que, en la venta de los gatos madrileños, cuando los canes todavía no se habían suicidado y la poesía, la novela y el teatro de nuestros días existencialistas se mitificaban uniéndose entre sí en una hoguera luminosa donde todo el tiempo era impaciente y casi divino; allí donde la viudita naviera que nos quería ver cosidos con letras a los pergaminos de su casa nobiliaria, se había refugiado trasladando su máquina tejedora para entrelazar los hilos de nuestro destino. Y para ello, para unirnos una vez salvados por la encina milagrosa donde su Santa Elena inventó la veracruz… nos ofreció un ramo de uvas moscatel acompañado de aquel moreno pan de la sierra que sabía a almendras y un cantarillo de espeso vino tinto y comarcal con el que nos devolvió a la vida.

Tú entonces me señalaste, como camino a seguir, la zona oriental de tus sueños, donde en alguna aldea quemada por el sol podríamos reconstruirnos trozo a trozo, pedazo a pedazo, formando de nuevo el completo puzzle de todo nuestro pesado equipaje cuasi universal… pero no valía la pena recomponer nuestro pasado y decidimos iniciar nuestro éxodo a la campiña, ofreciéndonos, sin saber exactamente por qué, a volver a unirnos en algún paseo menos temperamental. Ya no sé exactamente cual fue el motivo -alguno debía haber en nuestro subconsciente- por el cual permanecíamos en la frontera divisoria de lo real y lo imaginario sin atrevernos a tomar un mismo rumbo demencial. Aparecíamos y desaparecíamos en el mapa estructural de nuestra conversación y señalábamos a una gran ciudad para convivir con las espérulas de nuestra tardanza. Al final decidiste caminar hacia la Realidad de tu franca zona costeña y yo me quedé viviendo en la Imaginación de mis ventas de gatos madrileños soñando con el inventario de otras tardes magistrales llenas de rutas desconocidas.

Y ahora que me sabes a distancia aprendo que quizás Adán y Eva comenzaron de la misma manera: en medio de una arbórea vegetación de encinares oculares y sin más sentido orientativo que la innata superviviencia de querer nacer a todo lo existente, Es entonces cuando recuerdo que tus narraciones eran breves, muy breves, y las regentabas con un aire de vetusta sequedad mientras yo buscaba el clamor idealista de un largo diálogo -a veces un largo silencio- con los tiempos heroicos en que al final todo el aire debía ser nuestro. No nos pudimos entender de esa manera. Quizás yo fuí más culpable y tú más causante de nuestra definitiva separación. Yo más culpable por haber silenciado que la nave de mis viajes era gobernada por el viento de una deidad misteriosamente desconocida para las mitologías antiguas y tú más causante porque buscabas liberarte de algún engaño amoroso tempranamente aparecido en tu existencia como si estuvieses perteneciendo a una oculta secta secular de los sentimientos. Hasta hablando de tierras tú eras verde como el trébol de las cuatro puntas que tanto buscabas en los prados del noroeste de tus sueños y yo amarillo como el sureño limonar garcilorquiano lleno de gitanos vendedores de guirnaldas para adornar la estancia donde nos amábamos sin tanta verdad. No podríamos habernos conjugado ni tan siquiera con el tono azulado de nuestros sueños porque el tuyo era más azul turquesa, de dama damasquina buscando la comodidad de algú glamour para vivir las tardes mientras el mío se diluía en el blancor de las alboradas. Tú abrías los ojos para asir un viejo deseo y yo los cerraba para soltar una nueva ilusión. En el fondo de todas nuestras indulgencias y mutuos perdones -con reconocimeintos incluídos- sólo había un espacio que no podíamos compartir porque tú lo soñabas para salir a la superficie angelical y yo siempre lo sentía para hundirme en el mundo de las sirenas. Sílfide tú del aire cuando llegaba la hora del calor de tus sueños mientras que, en ese mismo ardor, yo era mitológico Poseidón en busca de conchas marinas con que saciar la sed. Y así, en nuestros minutos amorosos, mientras tú volabas de nube en nube yo buceaba de mar en mar. ¿Y la tierra?. ¿Dónde dejábamos la tierra que tanto urgía la unión de nuestros cuerpos?. ¿Nos uníamos para escapar de ella o simplemente para soñar imposibles que no enraizaban porque les faltaba suficiente drenaje?.

Así estábamos, desnudos ante el interior de nosotros mismos, egoístas los dos de nuestras grandes ilusiones, cuando alguien -sabemos que fue la viudita naviera- nos preguntó cuándo daríamos la noticia de nuestro compromiso por compartir la misma aventura terrestre. Ninguno de los dos pudimos responder porque aquella cotidianeidad que ella tanto amaba no nos pertenecía a nosotros y era ajena, muy ajena, a nuestros distintos motivos. Tu pan era de centeno fresco y muy ligero (a veces demasiado frío en tus miradas) y el mío era de trigal caliente (siempre demasiado ajeno a tus intereses). Y en lo único que coicidíamos, para seguir sintiéndonos bien, era que lo ácimo de la viudita no nos gustaba.

Nacimos y nos amamos bajo la misma encina; pero después de compartir un pequeño espacio de la misma soledad, la tejedora de la venta de los gatos madrileños no logró hilar el mismo destino para los dos y tú, mucho más realista que yo, te enhebraste en el tejido amoroso del eclecticismo sincrético de un caballero muy aparente para darle forma al bisturí de las disecciones de tu interpretación supuestamente nueva, segura y moderada, vivificadora -aunque sólo fuese por aquellos instantes- para tus signos vitales. Y yo me hilé en el sutilismo de una cometa papirofléxica que me hizo gravitar en el contexto del contenido zigzagueante de mis imprevisibles aventuras, precisamente todo aquello que a tí no te gustaba.

Después de tanto tiempo, revertidos los papeles -tú marinera divorciada de la seguridad de aquel hombre y yo viviendo en la girándula aérea de los vientos- lejos de nuestra común desesperación, los dos nos congratulamos del hecho de no habernos engañado.

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