Aunque cueste creerlo, a algunas personas no les gusta ser feliz. Cuando todo está bien, se las arreglan para echarlo a perder; cuando el horizonte se presenta despejado, inventan nubarrones, y cuando se sienten totalmente dichosos, no se quedan tranquilos hasta que se les pasa. Tienden a nivelar la calidad de sus vidas y de sus vínculos hacia abajo, y pudiendo conseguir lo placentero o lo mejor, se conforman con lo anodino o lo peor. Prefieren el disgusto al agrado, la tristeza a la alegría, lo tormentoso a lo calmo, el malestar a lo saludable, el aburrimiento al entusiasmo, el conflicto a la concordia y la desavenencia al acuerdo. Se caracterizan por sus malas caras, sus quejas, su desánimo o su contrariedad. Nunca están bien.
Si usted se reconoce como uno de estos infelices crónicos y no se ha detenido a preguntarse seriamente qué es lo que le pasa, preste atención. Quizás usted está enfermo de rencores y lleva mucho tiempo acumulándolos, tanto, que ya ni sabe bien de qué se tratan. O puede que usted sea de esos típicos rabiosos, incapaces de expresar lo que sienten, que vuelcan la ira en contra de sí mismos en forma de tristeza, negativismo o autocrítica constante. O posiblemente sea muy severo con usted mismo y esté enojado por todas las cosas que no le han salido de acuerdo con lo programado. O siente furia por hechos sucedidos en la infancia con sus padres o en su juventud, y no logra superar esos resentimientos. Quizás aún es incapaz de perdonarse por errores o fracasos del pasado y se siente impedido de disfrutar los éxitos del presente. O quizás usted es tan exigente e implacable en sus juicios que siempre está viendo el vaso medio vacío. O puede ser que sea un inconformista, de esos insatisfechos perpetuos, que se la pasan comparando el mundo en el cual viven, con otro imaginario, idealizado y perfecto, a la vez que inalcanzable.
Quizás usted padece de una versión atípica del síndrome del sobreviviente, donde los permanentes sentimientos de culpa, así como las tendencias masoquistas y autodestructivas, surgen sin que se haya muerto ni salvado nadie de ninguna catástrofe. Simplemente usted, sin darse cuenta, se las arregla para no ser más feliz de lo que fueron sus padres o abuelos, ya sea porque éstos fueron muy desventurados, o murieron antes de tiempo, o debieron soportar condiciones muy adversas, o vivieron deprimidos, o desarrollaron una vida de sufrimiento. El hecho es que no se atreve a superar la desdicha de sus antecesores. O usted puede ser de esos infelices permanentes, que arrastran una depresión hace años, y consideran su pesimismo como una parte integral de su personalidad. Usted cree ser de este modo, básicamente desdichado, y se ha negado siempre a consultar un especialista; o si lo ha hecho, ha seguido mal o a medias sus indicaciones, justificando así su infelicidad, sus lamentos y su incapacidad de cambiar.
Señor o señora, usted que siempre ha hecho de su vida un drama, antes de seguir amargándoles la existencia con su angustia a todos quienes le rodean, entienda lo siguiente: su caso es tratable. No tiene sentido rendirle homenaje a sus antepasados buscando inconscientemente pasarlo mal, por un inadecuado sentido de la lealtad, por costumbre o por culpa. Es absurdo echarse a perder la vida coleccionando rencores y rabias añejas . Es patético devaluar siempre lo que se tiene porque es menos de lo que idealmente se podría tener. Es irracional vivir con una depresión permanente cuando ésta, hoy en día, tiene cura. Es patológico sufrir por sufrir. Debe comprender que la felicidad, más que un estado mental, es una actitud. Por eso, antes de seguir pasándolo mal, deténgase, analice sus motivaciones e, intentando encontrar la verdad en el fondo de su corazón, responda con sinceridad, ¿quiere usted ser feliz?
Por Eugenia Weinstein
Hoy, valiéndome de un texto ajeno que me ha sentado como una jarrón de agua fria, hago un llamamiento a los, quiero creer, felices en potencia.
Recomiendo que sea imprimido y pegado al frigorífico con un iman. Tenerlo presente será el primer propósito para el año nuevo y me aventuro a garantizar que los demás, después de éste, vendrán por sí solos.
Estupendo tu texto de divulgación. Parece ser que, ya de antiguo, incluso los reyes sufrían de melancolía, como se dice de Carlos III. Y eso que no tenían televisión para ver los telediarios, que cortan la respiración a cualquiera.
Un saludo.
Gracias por la invitación, Sour. Tomo buena nota!