A la mitad de H. Bustos Domecq

Todavía recuerdo el día en el que te conocí. Hablo de la fría y lógica razón, de los sentimientos y de los sueños; no de las charlatanerías que otros previamente me hubiesen contado; fruslerías vacías cuyo origen ya no atino a situar en el tiempo. En la tarde de un agosto que ya agonizaba te tuve delante por vez primera.

Y tu recuerdo fue como un cincel y yo un trozo de piedra que disfruta cada martillazo que la va acercando a figura. Imborrable. No sé nada más de aquella tarde…¿Aquella tarde? Aquella tarde fue absorbida por ti, como muchos de los tiempos que después vinieron.. Fue un comienzo, un nuevo génesis.

El cruce de ojos tímidos y sonrisas corteses muy pronto se convirtió en amistad. Y creció tan rápido que no recuerdo una transición. No te conocía y al rato no concebía la vida sin ti. ¿Cómo podía vivir antes: si estaba ciego, sordo y mudo?

Un día me enseñaste un juego que habías ideado: La Lotería. Pronto descubrimos que el hecho de ganar nos era indiferente. E introdujimos nuevas reglas: ahora se podía no sólo no ganar sino realmente perder cantidades importantes de dinero y no sólo lo que se jugaba. La pura y cruda economía trajo de nuevo el hastío. Queríamos más, que la lotería fuese como la vida misma. No, ¿qué estoy diciendo? Que fuese pura y completamente azar en su más amplio sentido: más azarosa que la vida; más vida que la vida.

Y al fondo, tu biblioteca Ésta fue testigo de horas y horas de elucubraciones y diálogos . Algunos días no podíamos parar de hablar. Meses sin vernos no aumentarían nuestras ganas de charla. Otros apenas nos dirigíamos la palabra, sumergidos en las páginas de aquellos libros. Apenas he dicho nada de ella. Diré que era inmensa. También diré que encontré casi todos los libros que me interesaban. Algunos no. Tú me aseguraste que era culpa mía; que no los había sabido buscar, porque estaban; porque en tu biblioteca estaban todos los libros escritos en todas las lenguas. Es más, también estaban los que se escribirían en el futuro, parte del cual ya es pasado. ¿Acaso no he dicho cualquier libro imaginable?

Y la infelicidad aunque todo lo poseas. Me enseñaste que la riqueza, el linaje, el ser hijo de una reina no sirven de nada si estás atrapado en un laberinto que a tus ojos parece ser
un palacio (o al menos es lo que dices). Al contrario, te convierten en un monstruo misántropo que es además un prisionero. Y quizá el suicidio no sea una mala solución.

En una tarde de esa intensa lluvia que hacen a uno alegrarse de tener un refugio, me enseñaste un punto. Nada más puedo decir de lo que era, porque más no sé. Sólo que allí vi mi casa, vacía sin mí, el atardecer en Acapulco y los leones que cazan búfalos en el Okavango. También vi la guerra de los Cien Años, Waterloo y la matanza en Sebrenica. Vi tres tigres rayados que no se reflejaban en los espejos, y la espada Excalibur que Merlín había protegido a su manera, esperando al rey Arturo; vi las doce pruebas de Alceo, también llamado Hércules, antes de que embarcase con Jasón y los Argonautas en busca del Vellocino de Oro. Vi a un ¿hombre? (no sabría decirlo) que tú me dijiste que soñaba todo lo que nosotros veíamos. Y hasta a nosotros. Y vi tu muerte (¿también soñada por Él?). Y ya no pude, quizá no quise, ver más.

Otras veces me contabas historias. ¡Y qué historias! Aquel falaz volumen de enciclopedia que me mostraste me enseñó un mundo nuevo…. con tigres transparentes y torres de sangre. En aquel mundo…, ¡ese mundo ¿soñado por algún Inmortal? era una sucesión de actos independientes! Un mundo sin sustantivos, donde todo era verbo y la disciplina reina era la psicología.

Cuando me presentaste a Otto Dietrich zur Linde no sospeché nada. Pero en breve me entró un profundo desasosiego, que creció hasta ser puro horror: vi hasta donde puede llegar un hombre por una idea. Y no se salvan los ineptos para la violencia: Otto Dietrich zur Linde lo era. Y con asombro por la brillantez de su obra contemplé a Enma Zunz que vengó al autor del suicidio de su padre. En la noche, cuyas sombras siempre tienen algo de monstruoso, atribuyó a ese hombre un delito realizado por otro. Y un delito que puramente no fue tal, sino creado por ella.

Algunos de tus amigos se hicieron también míos. Había días en los que no cesabas de hablar de ellos. Y el roce hizo el cariño. ¡Con razón hablabas tan bien! Eran de tu misma naturaleza, inventiva y juguetona: Homo ludens. Empecé a frecuentar a algunos. Al principio tú me llevabas. Pronto quise y pude hacerlo solo.

Y el viejo Honorio. Anoche estuvimos Adolfo, tú y yo con él: El viejo Honorio Bustos Domecq no pudo resistirse a leernos “Seis problemas para don Isidoro Parodi” obra de su autoría. Y eso que lo encontramos sumergido en sus estudios de polígrafo.

Tras la lectura, cerré tus páginas, en las que tú y Adolfo Bioy Casares habíais inventado a Honorio. Como los luchadores de artes marciales sueño con ser el maestro hasta que un golpe certero me devuelve a mi sitio. Quiero ser como tú. Pero sé que nunca podré soñar como tú. Nunca mentir como tú. Tampoco decir la verdad como tú. Y nunca mezclar así las dos. Yo sólo soy un hombre. Y tú, tú eres Borges.

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