En las calles el ritmo trepidante de vehículos, luces, sonidos y todo un sin fin de movimientos que se presentan ante la vista. En esa misma calle, un anciano camina junto a su nieto en un paseo a través de reducidas aceras, guiados por los incesantes destellos de los semáforos. Personas sentadas aquí y allá adornan el gris escenario urbano, otras pasean y unos pocos permanecen en pie, observando, reflexionando. La gente se saluda, intercambian algunas palabras en conversaciones vacías y se hunden, poco a poco se hunden, se hunden dentro de si mismos, pues miran alrededor y no encuentran nada. Su mundo ya no esta ahí y se hunden, pues no tienen nada mas que a ellos y se hunden. Las palabras cesan y no así el trajeteo en las calles. La gente observa la ciudad, con gran parsimonia analizan cada detalle, no tiene más que hacer. Fuera, la calle mantiene un ajetreo continuo, día y noche, incansable.
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Un cisne negro en el desierto
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De los colores que emanaba su sonrisa, ¡ay! De las tardes que esperaba su venida y con el viento su tenue aroma. Nunca me explicó si me había enamorado, o solo era yo un confuso sentimiento que en el tiempo quedó estancado. Es de la índole de quien me atiende, el saber que no soy enfermo por dentro, sino por viejo. Que acabar mi periplo en estas sabanas y bien atendido no es placer para mí, sino martirio. Pues aún no ha terminado mi busca, ni hallará fin en este antro, donde los muertos despiden la vida entre vendajes y medicinas. Será esta noche y necesitaré de un buen abrigo, mas con la poca plata que aferro aún en mis manos, no conseguiré ropas ni comida, pues la necesito para comprar unos minutos de descuido. Pero aún enfermo y con frío, sé que estoy tan cerca, que ni de mi mismo necesito. Mi cuerpo deberá arrastrarme a mi destino, al fin de tantos años no me daré hoy por vencido, sólo ayer pude rendirme, mas opté por la locura que poco a poco me consume.