Un cisne negro en el desierto

-1-

De los colores que emanaba su sonrisa, ¡ay! De las tardes que esperaba su venida y con el viento su tenue aroma. Nunca me explicó si me había enamorado, o solo era yo un confuso sentimiento que en el tiempo quedó estancado. Es de la índole de quien me atiende, el saber que no soy enfermo por dentro, sino por viejo. Que acabar mi periplo en estas sabanas y bien atendido no es placer para mí, sino martirio. Pues aún no ha terminado mi busca, ni hallará fin en este antro, donde los muertos despiden la vida entre vendajes y medicinas. Será esta noche y necesitaré de un buen abrigo, mas con la poca plata que aferro aún en mis manos, no conseguiré ropas ni comida, pues la necesito para comprar unos minutos de descuido. Pero aún enfermo y con frío, sé que estoy tan cerca, que ni de mi mismo necesito. Mi cuerpo deberá arrastrarme a mi destino, al fin de tantos años no me daré hoy por vencido, sólo ayer pude rendirme, mas opté por la locura que poco a poco me consume.

-2-

-¡Maldito viejo apestado! Aquí acaba mi paciencia y sabe Dios lo que te he soportado. ¡No!, no corras, hoy no te espera la calle. ¡Baisú, cógelo que no se menee! Se te acabó el hurtarme sobras y beber de los posos fríos, no quiero ratas en mis mesas ni pululando por nuestras calles, la noche es fría para un anciano que bebe pero no olvida, no olvida su locura, ¡porque de pagar sí, en seguida!
Ese Baisú me agarraba con fuerza, sin temor a resquebrajar mis huesos entre tanto zarandeo. Sabiéndome cazado, no tenía forma de escapar de lo que entonces me esperaba, ni maneras de probar los errores de quien me juzgaba. No era yo rata sino viajero, aunque de animalejo podría haber atizado buen mordisco a los brazos de aquel armario. Hube de quedar inmóvil, esperando a ser encerrado. Y me encerraron, no por robar, pues soy honrado, sino por senil y enfermo, decisión que no comparto.

-3-

Que traicionera memoria me hubo de tocar en el reparto, que más que lo deseo, los momentos felices que viví a su vera se escabullen al recuerdo y quedan fuera de mí, mirándome a los ojos y yo sin poder verlos, sabiendo que están ahí y que yo un día estuve en ellos. Hoy solo sé que estuvieron, aunque ya no sé cuándo, ni dónde, ni cómo. No hubiera buscado tanto, si lo perdido fuese mi alma o el aliento que me da vida. Pero perdí su recuerdo y con ello todo, no la vida misma sino su sentido, que sin estar ella en mi mente, todo quedó vacío. Decidí entonces buscar en el mundo, pues en mí ya no quedaba piedra bajo la que no hubiese mirado mil veces. Partí sin saber que buscaba, ni donde, pues todo aquello que sabía de su recuerdo, era olvido ahora. Confié en que la vida se apiadase un día de mí, y por tanto buscar en sus rincones, me devolviese aquello que me robó a traición, el recuerdo de aquella de la que no dejó ni nombre en mi cabeza.
-¡Sef, no partas! Queda en casa con tus padres, que ancianos ya se hacen y cuida de ellos que nada les falte, cuida de ellos Sef, ¡hazlo, pues soy tu madre! Y tantos años te alimenté, como tú has de hacerlo cuando tu padre no trabaje. ¡No tienes acaso, ni una pizca de cariño! ¡Egoísta, malnacido!- Entre llantos y rabia, intentó retenerme y no pudo, no por ser yo desconsiderado hacia quienes me habían parido y criado, sino porque el vacío de mi mente había cegado todo sentido y por mucho que ellos me importaran, no veía yo otro camino. Así abandoné mi hogar, entre insultos de mi madre. Rodeado de dolor, que se ahogaba en sus lágrimas de agrio aroma. No fue llanto lo que oí de mi padre, que ya cojo por su edad y apunto de perder su sustento para el futuro, escopeta en mano y ceño fruncido por el asco que había de sentir hacia mi aparente desprecio por ellos, intentó darme caza por varias calles del pueblo. Su pierna resentida y su mala puntería, no desmereciendo mi carrera de galgo, me permitieron escapar y comenzar mi aventura.

-4-

¿Cuantos lugares como este en el que ahora me adentraba habría recorrido antes? Muchos más que monedas quedaban ya en mis bolsillos. La edad se ocupada de hacer lentos mis pasos, un poco más cada día, quizás sabedora que ya andaba cerca y aún tan rencorosa era conmigo la vida, que a dos pasos de mi tumba, seguía fastidiándome y buscando escusas para no devolverme lo que yo tanto necesitaba y ella tanto quería. Hubo tiempos que llegué a temer que la vida misma se hubiese enamorado de aquel recuerdo, sin saber yo que ropas viste el amor y ella que tantos tiene, hubo de robarme aquél que pudo ser mío o quizás ya fue, maldito olvido. Atravesé inmensas ciudades y aldeas destartaladas. Mis pisadas cubrían ya más mundo del que cualquier hombre hubiese conocido en vida o descrito en ningún diario. Sin embargo, ahora tenía un rumbo, y así, todo era más fácil. Lastima no haberme cruzado antes con aquel cisne negro. En este pueblo y al amanecer del cuarto día, emprendería con ganas el caminar y encontraría mi tan ansiado recuerdo, que inundaría mi ser y me enfrascaría en esa idílica sensación con las que tantos años llevaba soñando, durante el resto de mi vida. Yo sabía que aquello era cierto, el cisne así lo había dicho y así sería, mas que la vida empleara todas sus artimañas en detenerme. Como así haría, sin duda.
-Puedo darle alojamiento por tres noches, pero no espere comida alguna con este dinero. No se le ocurra mearse en mis sabanas ni morirse en la habitación, yo no estoy aquí para andar cargando de viejos ni limpiando sus cochinadas.- Estaba más que acostumbrado a lo embrutecido de algunas personas. La vida movía ficha otra vez, me hacía viejo y desaliñado, a la par que brutos y groseros a cuantos me rodeaban. Los viejos debíamos ser arboles y no movernos de nuestra tierra, o así debían pensar cuando tenían que tratar conmigo. Más aún cuando veían mis raídas vestiduras o mi demacrada mochila, siempre a la espalda.
Desde el día que partí, he pasado toda la vida viajando, y ahora tenía que permanecer tres días sin moverme de este lugar, simplemente esperando. No conocía yo más espera que la de encontrar lo buscado. Tenía que pasar tres días sin gastar ni una de las siete monedas que aún llevaba encima, así lo dijo el cisne. Debía guardarlas hasta la noche anterior al cuarto día, aquella en que cuando la luna parta y se lleve la oscuridad, se iluminará ante mí el destino que tantos años me ha tenido en el camino.
Ver cómo pasaba el tiempo mientras quedaba yo quieto, me provocaba un mareo que se unía al hambre para hacer de mi espera un eterno malestar. No había más que hacer que escuchar el rugir de mis tripas o sentir como el sol quemaba mi frente, sin ningún aire que me refrescase, mientras me secaba sentado en las calles, esperando que el tiempo pase. Mis pies se resentían de estar tanto tiempo quietos y acusaban en este descanso todo el dolor acumulado en estos años.
La vida me sometía a su última jugarreta, sabiendo que esta valía la partida entera. Me sometió al hambre atroz de quien no come ni bebe en días, me asfixiaba bajo un sol al que ninguna nube acaricia y en vez de una suave brisa, se posaba el polvo sobre mi cara. Fue entonces, quizás por un descuido de ella misma, quizás por dilatar mi agonía, que se presentó ante mí un hombre y sin mediar palabra alguna, dejó caer de entre sus dedos una moneda hasta mis pies. Fue así como, moneda a moneda, mendigaba para poder pedir una copa de vino, buscando entre sorbos cualquier sobra de comida en las mesas de mi alrededor, un plato de sopa sin acabar, una migaja de pan, lo que fuera que me permitiese llegar con vida hasta el tan esperado amanecer del cuarto día. Mas mi espera fue truncada por los brazos de Baisú.

-5-

Habían pasado ya algunos años desde que abandoné el nido cuando me encontré ante las inmensas murallas de Léretto. Durante el viaje, había oído hablar de la ciudad infinita, así conocían a Léretto, según las habladurías, la mayor ciudad jamás construida por el hombre. Para mí, sólo casas a uno y otro lado del camino. Solía en aquel entonces levantar la vista del suelo, en contadas ocasiones, y contemplar los paisajes que atravesaba. Hoy, no podría siquiera recordar el suelo que pisé ayer. Fascinado quedé cuando, cruzando la más colosal avenida que mis pies han recorrido y mis ojos contemplado, una masa de hombres, cual torrente desbocado, arroyaba todo cuanto se cruzaba en su estampida. Pancartas y voces a coro acompañaban aquel estruendo que me atrapó sin poder yo hacer nada por evitarlo. Acabé sin saber por qué, junto a un grupo de unos veinte hombres, en los calabozos de aquella ciudad, que presagié se me haría infinita, no por extensión, sino por días.
Allí me adiviné preso acabando mis días entre rejas, condenado a vivir la vida de la que había escapado, a sufrir en la sombra y hundirme cada día más en el vacío que habitaba mi cabeza. Era yo un joven mozo y con tantos años por delante, no podría más que caer loco si persistía tal error de la justicia. No se enmendó la justicia, pero fortuna la mía y no sabría entonces hasta que punto, la vida había errado el tiro que creía haberme asestado y en lugar de encerrado me encontraba yo camino a las canteras, para realizar trabajos forzosos por cuatro años.
-Sef, sabemos que estás aquí por culpa nuestra, los camaradas y yo sabemos que te han confundido con uno de nosotros y no pensamos hacerte pagar por algo que no te corresponde, acompáñame.- El camino me reclamaba, requerían mis pies un viaje que ya había dado por terminado. Aquellos tipos, idealistas que me habían arrastrado a tan inesperada situación, parecían ser movidos por los hilos de mi destino y empujados a ayudarme a continuar. En aquel instante fui consciente de que en mi lucha contra la vida, pulso desproporcionado que podía aplastarme en cualquier instante, tenía un gran aliado, el fin de encontrar lo olvidado. Esa fuerza que un día me cegó para salir de casa, me ayudaba ahora a levantarme y me ofrecía lo necesario para reemprender el viaje. No había paradas en esta travesía, el destino me ayudaba y a él me encomendé una vez más, en manos ahora de quien hasta allí me había conducido.

-6-

No pasan los años en balde para quien los ha dedicado no más que a caminar. Ya sentía en mis huesos la edad y en mi rostro el paso del tiempo. Las caminatas eran más cortas que antaño, el brillo del sol cada vez más cegador para mis ojos ya algo cansados. La salud me acompañó siempre y bien a mi lado seguía, no ha de haber mejor compañera para un errante que una salud de hierro que le permita seguir adelante. Este pensamiento me hacía fuerte y se lo agradecía con una palmada cariñosa sobre el hombro, sobre mi hombro izquierdo, representación constante de quien me acompaña desde el principio de este viaje. Bajo la desgastada tela de la camisa y reposando en mi clavícula, una cicatriz desdibujada, como una zarza que se enredara en mi piel, recuerda a la vida que no es tan fuerte ni yo tan débil, que no será fácil el detenerme, que mi rumbo es firme ahora y que habrá de resignarse en devolverme lo que fue mío o luchar por ello arriesgándose a perderlo todo. Cuánto puede perder la vida y cuánto tiene es algo que desconozco, pues lo vivido es todo suyo mas no lo que se ha de vivir. Y si osa perder lo vivido y morir en el olvido, ¿Qué será de la vida? ¿Nos quedará solo el destino? Enemigo desconocido al que no le tengo miedo, si quiere atacar la espero pues no podré evitarlo, pero una vez jugadas las cartas no esta acabado el juego, faltará ver quien con lo que tenga hace la mejor mano.

-7-

Sigo en el rumbo que me indicó el cisne, sé que nunca podré olvidar sus indicaciones, cada palabra permanece en mi mente grabada, con más fuerza que mi nombre incluso, pues es todo cuanto necesito para alcanzar lo que busco.
Aún andando me atrapó la noche, como tantas otras veces, pues no es pesar para mí el caminar bajo las estrellas o dormitar en algún recodo retirado a poco del camino. Es menester para mí, gastar poco parné durmiendo y guardarlo para comer, por ello y cuando puedo, me ahorro la habitación y echo cabezadas en el suelo. Un día recostado contra un tronco viejo, al otro en el muro de un cortijo y cuando más en alguna plaza o tumbado en algún banco. Mas cuando veo que puedo permitirlo y que es más aconsejable, pago una cama barata y relajo mis costillas sobre algún colchón maltrecho. No soy vagabundo, por más que digan las gentes, pues no estoy en la calle por pasar penas o pobreza, que no me tiré a la calle por no tener casa o plata, que vivo siempre arrastrado porque ando aún de viaje y seguro está que cuando llegue, allá donde he de ir, descansaré mis muchos dolores y disfrutaré mi felicidad.
Aquella noche, ya tumbado en un campo de olivos y con el sueño bien agarrado, me despertó un cielo en llamas envuelto. Era tal el fulgor que desprendía el manto estrellado, que apenas mirar podía protegiéndome con el brazo. Me era imposible dar crédito a cuanto veía, el fuego rasgando el cielo, ver la noche como ardía. Hasta que lo vi, siendo ya tarde y sin dejarme reacción alguna, un cometa o un meteoro, no sabría explicar a ciencia cierta. Atravesó el cielo en un suspiro y sin darme tiempo más que a cerrar los ojos, deshaciéndose la gran masa hasta el tamaño de una bala, para alcanzar de lleno mi brazo y perforarlo de punto a punto. Fue tal estacada y el dolor que recorrió mi ser, al ver mi hombro sangrar y humeante aún del impacto, que fui a gritar y no pude, instante en que desperté.
No había llamas en el firmamento, ni rocas candentes cayendo. En mis ojos se reflejaba un cielo negro de pocas estrellas y a pesar de haber sido un sueño, aún sentía en mí sus huellas. Tardé poco en verlo y algo más en saber que era, que de mi hombro sí manaba sangre, aunque una gota apenas. Un escorpión yacía sobre mi antigua herida, quieto, quizás dormido, con su aguijón en ella ensartado. Sentía el quemar de su picadura y ahora encontraba motivos al sueño, el sitio justo donde la roca me había acertado era el mismo donde el bicho me tenía pinchado. Lo aparté de un manotazo y a mi vera quedó muerto, en el suelo petrificado. Yo, víctima de su veneno, caí en pocos segundos en un sueño profundo.
Desperté sin saber cuanto tiempo había pasado, mi cicatriz permanecía intacta y mi cuerpo en buen estado. No había de perder más tiempo y fue así que reemprendí el camino, rumbo a la tierra aquella de la que el cisne negro me había hablado.

-8-

Armaron gran revuelta en las canteras para que yo escapara entre el tumulto. Así lo hice sin dudar en momento alguno, dejando atrás, pero nunca en el olvido, aquel tropiezo con la ciudad infinita y con los hombres que en ella habitan. Creyéndome ya salvado, huía de aquel lugar, cuando tres guardias armados aparecieron a mi espalda. Los vi fusil en mano emprender tras de mí carrera, mas mi rápida espantada les hacía imposible el alcance. Mal momento para alegrarme pues giré la vista un segundo y vi a uno de ellos cañón alzado apuntándome. Fue a disparar justo cuando lo miraba, sólo me dio tiempo a pensar que me alcanzaría de lleno aquella bala. Sorpresa la mía, aunque seguro no tanto como la suya, que tropezó justo al apretar el gatillo y fueron a impactar, los plomos de su cartucho, en mi hombro izquierdo de pasada, desgarrando toda mi piel, pero sin herirme de gravedad, por lo que seguí con mi escapada. Un fallo más de la vida en su intento de derrotarme, un tropiezo que me hizo ver que el destino seguía de mi parte.
Corrí entre montes y torrentes secos, con lo poco que había guardado, algunas ropas y poco dinero, huyendo de los que me buscarían para volver ha hacerme preso. Como bien me habían recomendado, durante semanas esquivé los pueblos, pues la justicia de aquella urbe alcanzaba allá donde sus calles no cubren. Los tiempos más duros de todos los que había pasado, hube de vivirlos en aquellos montes, perdido sin referencia alguna, comiendo cual bestia del campo lo que alcanzaba de algún que otro árbol y deambulando siempre junto a viento, sol y lluvia, entre peñascos y escasas llanuras.
Fue tal mi pérdida de orientación en aquella escapada, que acabé pasando años sin encontrar rastro alguno de casas. Andaba perdido en un mundo que jamás imaginé tan extenso sin personas alguna, vacío de humanidad, aquello era naturaleza pura. Y mi mente, no por la soledad, sino por la falta de camino firme, comenzaba a desvariar entre mis pasos por arena y roca. No podía estar allí escondido, si la vida no conocía aquel sitio, era tiempo perdido buscando allí mi recuerdo y aquello me enfurecía. No hallaba salida de aquel paraje inmenso, no concebía perecer allí mas tampoco otra alternativa y aquello me enfurecía. Unos días corría escapando del polvo y del matorral, aunque asfixiado acababa siempre sin salir de aquel lugar. Otros arrastraba mis pies entre pedregales y dehesas, sintiendo el tiempo lento y los días largos, viendo como el sol tardaba en cruzar el cielo, a mi parecer mil años. Así amanecí en el desierto, inconsciente de cuándo o cómo había llegado, mirase a donde mirase, no había más que arena por todos lados. Unos pocos días y el conocimiento muy nublado, me hicieron caer de rodillas y darlo todo por terminado. Mi cuerpo se había secado y no quedaba en mi tripa ni el recuerdo de alguna comida, mi piel cuarteada y mis ojos irritados esperaban el último golpe de aquel sol torturador. Fue ahí que los vi acercarse, como fantasmas ondulantes en el horizonte amarillento, siluetas descompuestas que tomaban forma a cada paso, venían a la carrera, eran tres o quizás cuatro.
Con gran detalle pude reconocerlos, a pocos metros de darme alcance. Hacía ya muchos años pero seguían bien vivos en mi recuerdo. Eran tres, armados con palos y lanzados por mí con furia. En tanto tiempo me había olvidado, que llegué al desierto porque estaba escapando. Aquellos guardias que un día a picar piedra me arrastraron, me habían seguido en mi agonía y hoy me darían justicia. Ya no importaba el verdugo, pues la vida me pondría fin hoy, allá donde no la esperaba, me había tendido su mayor trampa.
Me cegó la polvareda de los pies que me rodeaban, cerré los ojos y al instante, sentí como mi cuerpo a palazos destrozaban. Por los costados y la cabeza, en la espalda sentía patadas, sus estacas marcaban el ritmo al que mi agonía terminaba. Fue ya cuando me vi muerto, que se abrió ante nosotros el suelo. Se detuvo el dolor y se abrieron con fuerza mis ojos, ante una explosión de arena que se elevaba frente a mi rostro. Entre el ocre del desierto que formaba ahora una inmensa nube y el dorado del sol que en ella dibujaba sus rayos, apareció la figura negra con el pico anaranjado e hizo caer a los hombres que me habían alcanzado. Los vi retorcerse como víboras en el suelo y desvanecerse en la polvareda, cual humo que nace para morir, en la llama de una vela. El inmenso cisne negro quedó con sus alas abiertas, con sus ojos posados en mí, renovando todas mis fuerzas, y sin emitir sonido alguno me transmitió claras palabras. Fue así que me hizo sabedor de mi camino, dictándome cada paso hasta llegar a mi destino. Tenía por primera vez marcado un rumbo fijo, un fin en el viaje que hacía ya tantos años que había emprendido. Cerró el animal sus alas y levantó de nuevo las arenas de las que había emergido, cegaron estas mis ojos y por ellas asfixiado caí nuevamente dormido.
Desperté sin saber cuanto tiempo había pasado, sin saber si aquello había sido sueño o una simple alucinación. El sol que tanto quemaba en aquel maldito desierto, podría haberme jugado una mala pasada haciéndome ver lo que no es cierto. A mi alrededor, todo parecía intacto, sin embargo en mi mente veía el camino ahora bien claro. Si sólo fue en mí o fue en el mundo que me rodea, no era razón que me hiciera albergar duda alguna sobre lo real de dicha ventura.

-9-

He comprado con mis siete monedas el descuido de la enfermera. Como el cisne bien había dicho, era la noche del tercer día cuando hube de utilizarlas. Debía salir de aquel lugar donde por senil me querían encerrar, allí donde querían de mí hacer el hombre que nunca fui y detener mi viaje, ahora que llegaba al fin. Era el amanecer del cuarto día y emprendí la carrera con ganas como sabía que debía hacerlo, en busca de lo que tanto buscaba desde tiempos que ya no recuerdo. La puerta estaba entreabierta, como con dinero me había asegurado, sólo tenía que cruzarla y hallar mi anhelo, así lo había dicho el cisne negro. Alcancé la calle y se presentó ante mí el rosado amanecer.
Siento como se aceleran los latidos en mi pecho, siento como todo mi viaje se concentra en este momento, frente a un sol que aún no veo pero cuyos colores tiñen el cielo. Pero no, no es la felicidad quien hace que suba mi pulso. Cómo tan vil ha venido a verme cuando ya todo había terminado, que a la vida que tan cruel ha jugado siempre hoy la odio por no haberme dado aún el juego por ganado. Ya era mío su recuerdo, había de estar al alcance de mis dedos, cuando la vida me traiciona con su veneno. Siento el cuerpo que se para, poco a poco se detiene, caigo al suelo esta vez por siempre, mientras el corazón, vertiginoso hace un momento, se paraliza rápidamente. Voy a yacer a las puertas, de este hospital y mis sueños, ¡maldita! Que sacó su ultima carta cuando yo daba por acabada la baraja. Oigo aún como se acercan las enfermeras apresuradas. Veo como me levantan y me intentan llevar a la cama, pero no hay tiempo ya para mí, mi cuerpo rápido se apaga y si la vida así lo quiere hoy nadie podrá hacer nada. Lo entiendo todo cuando las oigo más claramente.
-¡Ha debido picarle algo! ¡Mirad el color de su hombro! Que la cicatriz que tenía cerrada y ya muy vieja, se ha puesto negra y putrefacta.- Fue aquel escorpión, su enviado, que depositó en mí el veneno que ahora años después me recorre de palmo a palmo. Traicionera guardó en la manga una vil y sucia artimaña, que ni el destino podrá ayudarme ante tal mala jugada.
Se nubla mi vista ahora cuando una de las enfermeras se acerca a tomarme el pulso. Acerca dos dedos buscando la vena de mi cuello, mas ya no encuentra palpito alguno, pero ¡ah! Inesperado giro que me acontece, que con la vista nublada resurge en su cara la de mi amada y sus dedos junto a mi cuello desprenden aquel aroma que buscaba. En mi mente y mientras muero, florecen de nuevo aquellos recuerdos, que la vida me robó hace tanto y yo ahora le sustraigo, sin darle oportunidad de recuperarlos. Está mi mente completa y recuerdo bien lo vivido, quizás por un segundo o quizás es por mil siglos, pero recorro ahora como si los estuviera viviendo in situ, los tiempos que fui feliz y que habían desaparecido. Así me voy a la muerte, sintiéndome por fin vivo, llevándome por siempre conmigo el recuerdo de lo vivido. Hoy quedará sola la vida, sin el recuerdo que tanto quiso, que por quedárselo me ha dado muerte y por hacerlo, para siempre lo ha perdido.

Un comentario sobre “Un cisne negro en el desierto”

  1. Me gustó tu larga narración y ese tiempo de recuerdo que guardas en el cisne negro del desierto. Hay momentos verdaderamente brillantes. Volveré a leerlo más despacio pero tienes madera para la literatura. Sigue ejercitándola. Tienes carácter.

Deja una respuesta