En el Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires, Argentina, subiendo al segundo piso y tras caminar a la sala de exhibiciones número tres, existe, dentro de una vitrina cuidadosamente apartada y sobre un soporte de aproximadamente un metro veinte de altura, un tonel. Solamente una luz descarnada lo ilumina y una exangüe placa mal colocada que alguna vez fue brillante y ahora es por poco indescifrable reza: “El barril del Capitán Langsdorf – Buenos Aires, 1939”.
Casi nadie se siente atraído a observarle en la visita, y no es algo reprochable: se ofrecen apasionadas y exquisitas colecciones de piezas óseas pertenecientes a las criaturas más increíbles, están a la vista variadísimas especies disecadas y detalladamente expuestas en una vitrina concienzudamente decorada como el hábitat natural de sus huéspedes eternos, mientras que otras presionan inútilmente la prisión de cristal que las sumerge en formol, permitiendo que tantos interesados vean colmadas sus expectativas de apreciación natural;