Cinco hombres habituaban reunirse por las tardes en la plaza del pueblo. Sus pláticas eran disímiles, simpáticas, interminables. Pasaban largas horas conversando sin acusar cansancio. Sólo volvían a sus casas bien entrada la noche. Y así, la rutina transcurría sin que nada amenazase el orden habitual que habían instaurado en sus tertulias.
Y sin embargo, cierta vez, uno de los hombres se percató de un hecho curioso: frente a él, frente a los ojos de los cinco individuos de siempre, marcando la derecha con un leve temblor, aparecía una sexta sombra, llamándolo, turbándolo, sacándolo de sí. Confuso, o agobiado por el desconcierto, buscó a su compañero más cercano, y, con un tono sordo, algo apagado, le dijo: ‘’¿A quién le pertenece aquella sombra?’’ Y el otro hombre respondió: ‘’¡Quién sabe!’’.
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Rastro perdido
Ya la he perdido.
Escribo desde el fondo de la casa que en antaño fue su hogar, nuestro refugio. Ya nada importa ahora.
Es vano recordar esa mirada agonizante, su textura áspera y rugosa, sus garras desafiantes y la suntuosidad de sus nervudas ancas. Lo mejor será olvidar su paso por este lugar.
Se marchó hacia la llanura hace unos años y sé que está mejor sin mí, lejos para siempre, libre ya de su prisión y de sus cancerberos fustigantes.
Ella nunca entenderá mi amor, tan solo existe para preservarse y no para reflexionar sobre los hombres y sus sentimientos.
Ella posee tres juegos de dientes, uno detrás de otro, cada uno más monstruoso que el anterior. De manera que es fácil sospechar cuán destructiva es su mordida. Lo comprobé la tarde en que escapó de aquí, por eso escribo en este cruel refugio donde tantas veces contemplé su luz, aislado de la gente que hoy en día me condena.