No podemos crecer, por así decirlo, sin adentrarnos en esa especie de senda luminosa que nos va haciendo descubrir los indicadores simbólicos de todos nuestros anhelos. Senda cualquiera, por allí por donde vivamos, que nos va forjando como personas dentro de la naturaleza de este mundo histórico que flota, hiperbólico, en nuestras manos. Buscamos, continuamente, los signos necesarios e imprescindibles, de carácter masculino y femenino, que nos producen la sensación de que somos tributarios de la realidad circundante; para ir forjando la verdad, la particular e intrínseca verdad de cada uno de nosotros, sin la cual no significamos nada. La existencia humana se consolida en la continua prolongación de nuestras ansiedades. Y siempre esas señas de identidad son un conjunto de fuerzas que nos acompañan hasta el final. Es lo que muchos llaman personalidad; la doble puerta por laque entramos a la vida y salimos de ella.
En esa búsqueda de signos no todo es ruido comunicativo; necesitamos también un poco de tiempo diario en soledad para serenarnos y hacer acopio de voluntades con el fin de seguir abriéndonos rumbos en el sucesivo caminar de las cosas. Ese es el reto que todos nos formulamos para ir llenándonos de materia proyectiva y crecer en la dirección de nuestro maduro comportamiento. No hablo de normas rígidas y preestablecidas que coaccionan nuestra libertad, sino de la fungible y tangible tarea de superar el temor y entregarnos al destino de nuestras propias capacidades.
Buscamos signos interpretativos que nos identifiquen, paulatinamente, a medida que vivimos los acontecimientos que más nos emocionan; los que dejan huellas indelebles en nuestro carácter y los que nos hacen sentir que hemos aprendido un poco más. Y así, acumulando signos con nuestras experiencias más vivas, nos vamos conjugando como seres capaces de cambio evolutivo. Al final siempre queda el mismo epitafio para todos: “Nací, crecí y morí, luego existo”… mientras también la Eternidad prometida por Jesucristo nos hace inmortales.