Nueve de la mañana. Junto a la ventana ella dejó una mordida manzana.
Hay un reloj cerca de la palangana.
Café con leche en el tazón y un huevo con yema y clara; en la pared, al lado de un tablón, un bastón color avellana.
Son señas de identificación de una mujer anciana: café con leche y bastón de una vieja alsaciana.
Hay nubes grises y oscuras, esta tarde, en Goteborg; son nimbos que predicen lluvias. En la amplia abertura del estuario del Gota, donde el mar penetra tierra adentro, los grandes y lindos ojos negros de ella, neblinados por los reflejos de la semioscuridad, miran hacia la Universidad. Piensa ella. Pienso yo. Y mañana la lluvia nos volverá a mojar a todos: a la voz de mamá sentada en tu cama, a los tarros de tomate casero, a la panadería de abajo, al chico moreno, a la tía Luisa y a la mujer de los piñones de ssshhh… y también a la vieja alsaciana de Goteborg. Y pienso en todos mis compatriotas del Vorem. En todos y cada uno de ellos y ellas. Y medito en algo que dejó escrito Grekosay: “He dejado de sentir ese dolor de estar creciendo…”.
La tarde declina hacia el anochecer. Piensa ella. Pienso yo. Vámonos a Copenhague porque deseo hablar con La Sirena, me dice dándome la mano…