Calculus non calculus

Carlo Frantichek había salvado a la humanidad a pesar de las equivocaciones de su método; ¿pero que importancia podían tener sus equívocos si se les comparaban con aquel gran error de sus contemporáneos? Ellos habían confiado ciegamente en las máquinas. Y allí estaba Carlo Frantichek con la manualidad de su sistema contable alzándose por encima de las pequeñeces del mundo: dominaba sus acciones, y la población mundial no se molestaba: sobrevivía gracias a Carlo.

Vivir inmerso en su matemática existencia significaba repasar a diario operaciones de suma-resta, multiplicación-división, todo un universo rigurosamente lógico.

Cómodamente sentado en su butaca, detrás de su menos inmenso buró y asistido por una legión de informantes, Carlo elucubraba a diario nuevas variantes operacionales para perfeccionar su sistema de cálculo. Luego comía o cenaba abundantemente. Al final del día se le veía reposando sus doscientas libras de peso en su dormitorio de doscientos metros cuadrados.

Esa no había sido toda su vida. Hacía dos años que había olvidado el principal obstáculo atravesado en el lento transcurrir de su juventud adelgazada: la mirada paralizante de Regio, el profesor de matemáticas. Eran unas retinas oscurecidas por el pensamiento autoritario y en las que se vislumbraba un espíritu dogmático moldeado a la medida de irreverencias. Carácter impositivo y negativamente crítico. ¿Cómo podía saber Carlo que ese temperamento escondía una forma de bienestar que se creía sagrada? Pues el método matemático del profesor influía cada decisión económica, comercial, social y hasta política, y devolvía a su creador envidiables beneficios. “Extraordinario domador de números”, llamaban a Regio. El había llevado a sus más acabadas formas la organización y el planeamiento de ecuaciones y operaciones complejas. Había concebido un análisis matemático nunca antes visto: práctico, abarcador…

Carlo no podía resistirse a la atracción de ese hermoso ordenamiento de cifras. Ellas gobernaban el fluir vitalicio de este mundo proporcionado y se las sentía en las disímiles creaciones que lo componen. No deseaba hacerse de su poder. Encerradas allí, entre las paredes plásticas de la computadora personal de Regio, aspiraba a manipularlas, incluirlas en su pensamiento y transformarlas. Y tras vencer toda clase de pruebas en los niveles elemental y medio, pudo al fin entrechocar miradas con el profesor, ahora tutor privado y guía de su pensamiento.

Pronto pudo sospechar Carlo el derrotero de sus pasos bajo aquella égida. Su tradicional brillo estudiantil se perdía en una nocturnidad de reconvenciones injustas y las sucesivas lecciones, lejos de permitirle depurar su destreza numérica, se trastocaban en un ciclo martirizante. Así se advertía el temor de Regio a la pérdida de sus privilegios, de sus sagrados valores, de su poder. Carlo podía percibirlo, pero al mismo tiempo algo de él atraía al profesor. Quizás fuera aquella intuitiva solución de los ejercicios, previamente complejizados por la docta mente del sabio. No. Ambos conocían la causa de aquel proceso atractivo-repulsivo. Las audaces propuestas del alumno hacían mella en las posiciones del profesor quien se sentía de súbito acometido por una tesis original, conceptualmente bien elaborada, a pesar de su extravagancia.
_Debería suspenderlo por no aplicar los métodos lectivos –le advertía Regio desde el inicio del curso, con los primeros exámenes, pero sus amenazas caían en el más hondo pozo de la indiferencia.
_ Cualquier recurso es válido, profesor.
Cuando vio venir a Carlo con una antiquísima edición del libro Calculus ad hoc, escrito por el matemático romano Vitelius (Siglo I a.n.e.), Regio comenzó a entrever lo ilimitado de la audacia.
No le enojaba el ansia de conocimientos de su pupilo; la búsqueda de nuevas vías había sido también el impulso rector en los años mozos del maestro. El se sentía revivir al contemplar cada sesión de los estudios privados de Frantichek. Pero Regio se preocupaba por la sorprendente exactitud que adelantaban las teorías de un discípulo que no creía en las sofisticaciones electrónicas y se refugiaba en una manualidad entrenada desde la infancia. Carlo acostumbraba a colocar piedritas de diferente tamaño y coloración sobre grandes tableros de madera, y con ellas calculaba, y lejos de servirse de números arábigos, se auxiliaba con números romanos, es decir, con letras.
Su sistema, que él había denominado Calculus non calculus – como testimonio de callada admiración hacia la sabiduría antigua- revertía a las letras todo el carácter organizador, preciso, que tanto lo había deslumbrado en los signos matemáticos convencionales a occidente.

Aquella estrafalaria inventiva debilitaba el endiosamiento entronizado en el espíritu despótico del calculador, dueño de los hombres. Cada clase significaba para Regio una auto evaluación. Lo disimulaba bien, pero al terminar las lecciones lo dominaba un desengaño inquietante. El sensacional desempeño de su alumno le resultaba turbador y no podía dominar ni sus propias ideas bajo la formidable estampida de efervescencias que más tarde iba a descargar desagradablemente impulsivo, allá en el hogar, sobre su esposa.

_ ¡Maldito Vitelius! –era la murmuración preferida, y tan reiterada que ya resultaba insoportable a los oídos de la mujer cuando servía la cena. Y como si advirtiera en ella la incomprensión, después proseguía entre cucharada y cucharada de sopa salobre:- Desapareció hace dos mil años, pero es perenne fuente de inspiración para un joven alumno; malditos copistas latinos y medievales que han salvado el Tratado del autor romano; y culminaba denostando a los profesores de Carlo Frantichek, desde el nivel preescolar hasta el nivel superior; y por supuesto, a la madre del pupilo, desconocida, pero autora inconsciente de sus nefastos días

En el rostro de Regio espejeaban los estados de ánimo menos reconfortantes; se le ponía contrito al paso de cada día, y al sosegarse, muy contradictoriamente, comprendía el sin sentido de su conducta. Estaba habituado al orden lógico proporcionado por una ciencia especializada en la selección de lo útil. Ella le había permitido discernir el futuro, imprescindible pronóstico vedado a quienes no la dominaran. Ahora venía a traicionarlo un golpe de azar porque el Calculus non calculus era la mejor concepción matemática escapada de un solo cerebro en los últimos años.

Entonces, apenas por unos minutos, se le encendía en las mejillas un matiz resplandeciente.
_¿Y si Carlo accediese a compartir conmigo los pormenores de su invención?…-se decía, andando por los jardines perfumados del Instituto. No estaba divagando si, de acuerdo con sus razonamientos, Frantichek aspiraba a su superación constante, aun cuando, en apariencias, desconociera la gran ventaja sobre su mismo tutor. Regio vaciló. Recordaba que a pesar de los reparos hechos a la teoría de su alumno, este no dejaba de obstinarse en la perfección de su método, sin temor a entrar en contradicciones con el maestro.

El tutor sintió celos terribles de Vitelius.

Un día lo vieron lanzar condenaciones al busto del romano, montado en una esquina de la facultad de matemáticas. Varias fueron las ocasiones en las que intentó hacer desaparecer el libro; tuvo alucinaciones, vio al fantasma del antiguo sabio mofándose de sus calculadoras…

Un lunes, la mirada del profesor se endureció como un diamante. La madrugada enfebrecida lo había impulsado a mirar las partes de su apartamento exclusivo, bellamente iluminado con lámparas de época, los ricos pisos de mármol, techos magistralmente decorados, los muebles, entre los que sobresalía el buró. De esta escenografía brotaba su poder. Las abstractas operaciones de su devenir profesional se concretaban, no sólo en los objetos, sino también en su cuidada distribución. Este ambiente reanimó las inferencias de Regio, nunca antes desviadas de su discurrir sistemático, arrojándole a las pupilas el fasto de toda una vida y la seguridad de su futuro.

Frantichek advirtió que le sería difícil olvidar la fija mirada de su maestro. Se le comunicaba por aquel medio la existencia de un libre albedrío determinado a defenderse como garantía de un modo de vida.

Regio no impartió lecciones ese día. Se limitó a una información:
_ Frantichek, tendrá que presentar usted los resultados de su sistema en un concurso internacional.
_ ¿Cuándo y dónde? –fue la respuesta, tan atrevida como el caminar de Frantichek.

Las noticias que colmaron los periódicos después de la realización del certamen, no podían ser más decepcionantes para Regio. Se había preocupado con los preparativos, para que lo incluyeran en el Comité Organizador y así poder manejar con mayor facilidad las claves de la competencia. Gestionó la elección de lo jurados, situando en ellos conocidos que le debieran favores; se aseguró de que los contrincantes de Frantichek fueran alumnos reconocidos, domadores de la sofisticación numérica; y lo más interesante, por primera vez en su vida, Regio se traicionó a sí mismo. Olvidando que había conquistado su posición con una actitud sincera, luchando puritanamente consigo mismo y contra otros, se reunió en uno de los salones de aquel cónclave con otra luminaria de las cifras, Martel, concursante y ambicioso.

_Tendrás el premio absoluto –le dijo-. Tu principal contrincante será Carlo Frantichek, pero yo te entrenaré en su método, el Calculus non calculus -sin advertirle que solo podía entenderlo hasta un límite.

Pero los resultados no lo compensaron. Carlo venció por amplio margen mientras mantenía en secreto las claves de su método. Sus piedritas resultaron asombrosamente exactas; su cerebro, extremadamente ágil; su exposición, extraordinariamente lúcida y convincente y el Calculus non calculus, muy útil. .. Ese mismo día, Martel se arrojó desde la azotea del edificio donde se realizaron las pruebas. Había calculado certeramente en qué punto y a qué altura se produciría su muerte, pero en esto también falló. Afectado del cerebro quedó hecho un vegetal, y en los siguientes meses, veinte empresas compraron los derechos para aplicar el novedoso sistema de Frantichek en sus cadenas de producción o de servicios. Hasta los otros contrincantes de Carlo no titubearon a la hora de seleccionarlo como su maestro.

Un mes después, Regio volvió a encontrarse con su discípulo
_No continuaremos las lecciones. –dijo.
_ Quiero saber por qué – Carlo había notado en Regio cierta falta de moderación, un nerviosismo inhabitual que mal se le diluía en justificaciones apresuradas. Consideraba pasajero aquel estado de ánimo, pero descubría a su vez una sospechosa señal de rechazo.
_Puedes arreglártelas solo -contestó estoicamente Regio. También Frantichek se molestó. Llegaba a su fin un vínculo profesional con un futuro promisorio, según se imaginaba. Sin embargo, él no era un hombre cuyo temperamento tolerara réplicas. Humildemente se retiró a asesorar una empresa fabricante de juguetes de donde salieron al mercado los primeros ábacos con su apellido grabado en la agarradera.

¿Quién podía imaginar que apenas un año después tales juguetes se convertirían en los instrumentos más útiles del hombre? Pues fue entonces cuando ocurrió el gran desastre, el error mundial inesperado. Una crisis energética, una epidemia de virus computarizados, un accidente total en las plantas experimentales de tecnología analítica…y se desencadenó el manejo incontrolado de la producción y los recursos por parte de las computadoras. Sus operarios, acostumbrados a viajar en automóvil con bellas modelos mientras las máquinas hacían el trabajo, no supieron ni pudieron dominar el caos. Entre ellos estaba Regio.

El profesor había intentado elaborar nuevos métodos de cálculo que le permitieron conservar la supremacía frente a la amenaza de los ábacos. Ahora, con la destrucción de las máquinas, ya no le quedaron esperanzas de progresar. Frantichek se enriquecía entre tanto. Sus depósitos crecían con la venta de sus instrumentos manuales, además de los beneficios que le reportaba la aplicación del Calculus non calculus a nivel mundial.

El día que su sistema triunfó definitivamente, recibió la llave de un apartamento de lujo y la dirección donde estaba situado. Hacía allí se dirigió, rodeado por un ejército de guardaespaldas, y al abrir la puerta, respiró la atmósfera de un solo hombre: Regio.

Nunca más supo Carlo Frantichek de su antiguo profesor, ni de su mirar diamantino, ni de su interés voluble, sino que, escuchando a diario, en las calles y en las casas, el sonido mecánico de sus máquinas, se hizo el nuevo dueño del mundo detrás de su buró.
Adriel Gómez Mesa
1996

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