La Casa de Charles

En las florestas del parque metropolitano, lejos de la pétrea distribución citadina y sus coordenadas cartesianas, encontró Charles la muerte, sin saber que estuvo encerrada por años en las medianerías de su casa.

I- La Puerta.

Era como la de los castillos medievales, alta y tremenda, imposible de derribar con un simple toque de los nudillos o con palmadas amistosas.
Desde que pensó Charles en lo obligatorio de construirse un mundo, sin detenerse a ver que muchos de sus paradigmas armaron sus ambientes propios a base del esfuerzo hacedor, su primera preocupación fue dotarse de la seguridad necesaria.

Le era necesario un techo, le eran necesarias las paredes, pero antes lo era la puerta del triunfo, que tendía a aparecer cerrada para las otras casas. Su puerta no podía ser como las habituales. Las dos inmensas hojas casi llegaban al techo, pero eran tan delgadas que solo permitían el paso de una persona por cada una. Así que si un grupo quería acceder a la casa tendría que hacerlo una persona montada sobre los hombros de otra, o tal vez en fila india; lo cual jerarquizará a los visitantes, decía Charles, para añadir luego, con tono de disculpa: es una broma; en realidad la concebí así para evitar la posible avalancha de periodistas cuando yo sea famoso. Cuando encontraron los escombros, el cadáver de Charles estaba cerca de la puerta, puntiaguda en lo alto como una catedral gótica. Los peritos coligieron que a última hora había intentado salir al bosque metropolitano; los religiosos destacaron que su alma había trepado por las jambas al infinito
del Señor.

“Necesitaba que las miradas ajenas se quedaran allí, en los paramentos exteriores y en la gran puerta, porque todo su interés se vertía en los interiores, desorganizados y húmedos” –había declarado el arquitecto. Ahora venía a comprender por qué Charles nunca le había pedido que terminara por completo sus reparaciones- “Sentía que cada compartimiento le pertenecía, como vital prolongación de su ser, y a pesar de caracterizarlos con la privacidad más absoluta, nunca estuvo solo”.

II- La Sala.

Charles gustaba de pasear por las amplitudes de la sala con las manos a la espalda. Miraba en los rincones con la curiosidad de un visitante, nunca satisfecho de su recorrido. Y es que las huellas de los torrenciales aguaceros reproducían a sus ojos, ávidos de lenguajes plásticos y cinéticos, formas en las que líneas y colores, áreas y volúmenes, no andaban segregadas, y por aquellos entrecruzamientos se desplazaba la dinámica de su imaginación conformando las estructuras visuales de su agrado. Casi no tenía muebles que estorbaran la exploración intensa de sus pupilas. Particularmente en la sala, las manchas húmedas eran antropomórficas, como las danzantes figuras del arte rupestre. Imágenes de hombres y signos alcanzaban una mejor definición, incluso en su falsa solidez, cuando un pedazo de sol atravesaba los ventanales de cristales coloreados. Aquella luz tamizada, creía Charles, se empegostaba en una mancha curva para formar un brazo color siena, verde, malva; o sobre una mancha vertical, terminada en su parte inferior por una tercera extensión a derecha o a izquierda, para tener una pierna azul con un pie violáceo.
En el centro, una gran mesa oval lo invitaba a acostarse después de vendavales y precipitaciones. Esquivando goteras, se concentraba en el techo, una verdadera “Capilla
Sixtina” de arte moderno con su collage de vigas de hierro a la vista y raíces de plantas que crecían en la azotea; y sobre las decoradas losas del piso, las periódicas aguas de las lluvias habían formado, después de secarse, extensas máculas susceptibles de ser interpretadas a la luz de lo más actuales conceptos artísticos. “No hay mejor galería” –le había dicho cierta vez Charles a su amigo, el arquitecto.

III- La cocina.

Era amplia. Allí las manchas se confundían con el tizne de dos fogones inmensos, y cuando la sombras de los árboles, de vez en cuando agitadas por una ráfaga de viento, se proyectaban en la paredes sucias, las configuraciones adoptaban los estilos más diversos. Hasta parecían animadas por un cinetismo que armonizaba extrañamente con lo signos geométricos o surreales que sugerían. Un día descubrió semejanzas con las obras de Klee; otro, con las de Miró; o le parecieron cercanas a las de Roberto Matta. Cuando la luz natural era sustituida por el único foco que allí alumbraba, las manchas adquirían nuevas y nuevas connotaciones de acuerdo con la graduación del voltaje.

Y parecían narrar historias.

Una noche de invierno, cuando el viento golpeaba en cada rincón de la casa, Charles vio prefigurado en las paredes de su cocina, un trágico destino, personalizado tal vez. Una gran mancha mohosa se disolvía, bajando con lentitud desde el techo sobre lo que parecía ser la figura de un hombre mirando al cielo. A cada vaivén de la bombilla aquella nube se expandía más y más, y a casa vaivén el rostro abocetado se contraía con una expresión secuencial del dolor. Charles, horrorizado, se retiró. Por una primera y única vez ordenó el arquitecto hacer hincapié en aquel lienzo de pared sobre el fregadero. No quiso contratar pintores y colocó azulejos hasta el techo. Sin embargo, siempre que podía evitaba pasar por allí. La imagen demencial de un hombre aplastado por el peso de su propia contemplación, lo horrorizaba. Y asustado huía a su cuarto.

IV – El cuarto.

“¿O deberíamos decir, los cuartos?” –preguntaron los periodistas cuando se supo de la muerte de Charles. Todos ellos sabían que él había tenido una familia; pero jamás convivió con ella. “Mejor” –aseguraba él- “Más espacio para mi solo… y para mis invitados”.

Acostumbraba a visitar un cuarto hoy; otro mañana, imbuido del continuo deleite de la reconstrucción estética; para él, puro hedonismo y autocomplacencia.

Había guiado sus pasos por errados presentimientos porque, después de una única exposición exitosa, de sus pinturas infantiles, se creyó predestinado para la sublime nobleza del arte. Toda su familia lo abandonó al verlo sacrificar juventud y fuerzas en un ideal (era previsible) jamás satisfecho por su mediocre disposición para las artes. Su escaso talento desapareció asfixiado por el esfuerzo que le imponía el costoso mecanismo de las negociaciones: compras de materiales, contratación de mano de obra, instalaciones. Su pobreza natal pronto se convirtió en ruina, y como quien construye su propia muerte, a medida que erigía aquella casa, Charles permanecía encerrado entre aquellos muros, sin actuar. Desde la cama achacosa, comida de comejenes, miraba embobecido las figuras que las manchas, con el paso del tiempo, pintaban en las paredes, techos y pisos. Sentía que le abandonaban los sueños a esas suciedades y esos escombros desprendidos…

Ahora más que nunca, despierto de su reconcentrada actitud diaria, Charles extrañaba la destreza formadora de esplendores que caracterizaba a otras manos, y se preguntaba cómo durante siglos pudieron plasmar bellezas en superficies distintas sin que las suyas aprendiesen a imitarlas. El conocía la respuesta, pero se negaba obstinadamente a escucharla.

Estaba en las casas de los otros, los artistas. Podía respirarlo en las grandes atmósferas de sus cuadros pendientes de las paredes, reales, palpables. El había visitado sus casas, contaminándose de ese ambiente especial. Y en la suya, sobre todo en su cuarto, no alcanzaba a descubrirlo…

V- El baño.

Este era su rincón imprescindible. Aquí se despojaba de sus terrores. Creía ver cómo su mismo cuerpo podía diluirse con las aguas de la ducha, desprendiéndose. Y lo veía desplazarse por los azulejos del piso para ser engullidos por el tragante después de dibujarse en las losas con todas las poses que aspiró, como candidato a la fama. “El baño me purifica” –acertó a decir una vez- “Y puede que la mayor lucidez la alcance siempre en las aguas”. A veces llenaba la bañera hasta el tope. Entonces se introducía en ella con calma, sintiendo cómo la espuma llegaba al pecho. Podía pasar varias horas de calma absoluta. “ES posible que esta quietud pueda semejarse al sosiego de la muerte” –pensaba de pronto. Entonces volvía a sentir aquel horror suprahumano, acrecentado al destapar el tragante y ver cómo su cuerpo se quedaba perfectamente moldeado en los contornos de una mancha negruzca, cenicienta.

Toda la lucidez que le aportaban las aguas particulares y sus manchas húmedas, personalizadas, desaparecía entonces. Y corría semidesnudo a la sala, para olvidar con las contemplaciones habituales dejadas por las lluvias, la suspensión desagradable de sus episodios interiores.

VI – El patio.

Aquel gran espacio era menospreciado por Charles. Tenía un área dos veces mayor que la de la casa; pero él podía hacer muy poco allí. Todo estaba ya estructurado, combinado, con una perfección absoluta. Si se decidía a pasear, una de esas mañanas con amanecer apacible y silencioso, pronto escuchaba el susurro del viento en las ramas, y el trino de los pájaros. “¡Vaya discurso!” –decía Charles admirado. Lo interpretaba como un regaño, la voz de una mente excelsa que imaginaba, desde otra dimensión, aquel explosivo orden de formas y colores, como él lo hacía en los interiores húmedos de su casa. Después, huía de allí, cuando la voz se desparramaba en los rincones del área, haciéndose la misma pregunta que penetraba en su sentir como una punzada. “¿Es que ocupo yo un lugar en su mente? En tal caso, ¿cuál es mi lugar?” Huía, aterrado, viéndose en el rincón más oscuro de esa imagen, acorralado por otras formas, cambiantes en su acabado, en su estatismo. Tenía miedo. Detenido allí, detrás de uno de los grandes ventanales, respirando la atmósfera peculiar de su encierro, lanzaba miradas retadoras y silenciosas al gran patio.

Era entonces cuando reconocía su miedo, que le faltaban fuerzas para competir con él. Lo visitaba sólo al filo de las mañanas tranquilas; o quizás por las tardes, acompañado de un amigo; lo reservaba para las fiestas que lo hicieron famoso entre personas influyentes y periodistas, sin que nadie pudiese invadir nunca los habitáculos privados.

Fue en una de aquellas fiestas, según testimonio del arquitecto, que Charles le habló de hacer ciertas reparaciones en la casa. “De haber seguido insistiendo, yo hubiera accedido a su pedido” –dijo el arquitecto a la prensa- “Pero no sé qué ocurrió más tarde con él”. Todos ignoraban que Charles había comenzado a sentir también unos celos terribles al mirar las paredes de su casa. Ahora veía en las manchas húmedas, en las vigas y en la brutal exposición de los ladrillos, la copia exacta de las perfecciones de afuera. Era como si la mente del otro invadiera su pensamiento, atolondrándolo con imágenes repetidas. Por eso pidió hacer ciertos cambios, recomponer algunas estructuras, repellar y pintar las paredes. No podía. Toda su fortuna había sido devorada por su propia casa y también las fiestas de fin de semana, en el patio, organizadas para intervenir y alterar aquellas combinaciones naturales.

El derrumbe

Comenzó por la sala. Un pedazo de techo se desprendió arrastrando una habitación completa. Los cascajos y bloques atascaron la puerta.

Los peritos todavía no llegan a un acuerdo acerca de cómo murió Charles. Cerca de su cadáver se encontró un zapapico. Esto ha dado pie a especulaciones de que él mismo derribó las paredes; lo más lógico es pensar que a última hora estaba buscando otra salida mientras la casa se vino abajo, aplastándolo con la caída de sus ruinas.

Adriel Gómez Mesa

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