-Esperanza- reniego de esa palabra, no significa nada, es excesiva, se infatúa, he vivido abrazado a ella desde que cayó sobre mí, la oscuridad de la noche eterna y mi condenación a la deflagración de esta cólera divina, que por alguna culpa, tan inconfesable como imperdonable, me ha embargado el espíritu, recuerdo haber leído alguna vez, “lo que escribes a veces te abandona para siempre”, espero por mi bien, que sea cierto, y pueda liberarme de una vez por todas de esta terrible tensión mental, sin embargo, no es intención mía, crear mitos ni desmitificar otros, tampoco me interesa la credibilidad del público, sino la libertad de mi alma.
De esta manera, alarmado por mi propia confesión y en la medida en que puedo comprender yo mismo, tan extraños sucesos, doy a conocer el relato del hecho más extraño y escalofriante de mi corta existencia; una experiencia que resumió mi vida a una trama debilitada -que hasta hoy- va deshaciéndose y contrariamente se fortifica y agrava, sumiéndome en la perdición de un desposeimiento extremo.
Los recuerdos nimbados de locura, caen estrepitosamente golpeando los pensamientos, acuñándose en mi memoria, refractando los episodios de aquella fatídica noche del veinte de junio, hace siete años. -Siete, malditos años-.
Serían como las dos de la madrugada, cuando me despedía de unos amigos, -de aquí en adelante el tiempo adquiere su verdadera imprecisa dimensión- eché a andar por las lineales y oscuras calles de Asunción, con la intensión de despejar mi mente; el silencio era por demás perturbador, salvo por un tenue sonido que distraía mi atención, -un tintineo distante y soñador de campanas, que se confundían con la brisa nocturna; sugiriéndome extrañamente la idea de que me nombraba- Me encomendé a la velocidad de mis piernas y proseguí mi camino lleno de una ansiedad que no parecía pertenecerme, el cielo aparecía iluminado de luna, la contemple casi con asombro, estaba en su cenit, era la última luna llena del otoño, parecía vanagloriarse solitaria entre nubes negras, brillaba imponente, reluciente y mortal, derramando una luz ardiente y extraña, tan distinta a lo que uno describiría como luz natural, de pronto, sentí una presencia innombrable, indescriptible, intolerable, solo comparable con el peso de la noche, una atracción que irradiaba de esa puerta -Aquella inolvidable y lúgubre puerta-.
Me volví hacia ella, la miré de reojo, por momentos daba la impresión de relumbrar como despojos solares y por momentos se veía oscura y amenazante, mi mente expiaba una lógica posible, recurriendo inútilmente a ciertos alejados recuerdos, leyendas urbanas o mis escasos conocimientos cabalísticos, simplemente estaba aterrado. ¿Como sería posible una fusión de la luz con la atrocidad; que influjo demoníaco irradiaba de esa puerta; que maldad habitaba tras ella?-, atormentaba mi mente con infantil insistencia, en vano quise apurar el paso, salir de allí, recurrir a alguien o descifrar algún punto de referencia, estaba completamente perdido en la vastedad de la noche y rodeado de la más absoluta soledad.
Incapaz mi mente de encontrar una salida lateral y sometido a mis instintos, avancé poseído por la menos sutil de las pasiones, la génesis misma de las emanaciones humanas, -mi curiosidad me había vuelto irresponsable- aislé mis miedos y expuesto a la turbulencia encubierta de la noche y las ráfagas del pecado, inicié la marcha voluntaria hacia lo que consideraba mi perdición, cada paso hacia ese abismo, transgredía con las virtudes y la moral que aún albergaba mi ser, surcándole límites a la realidad, suponiendo el desgaste de mi alma, quizás su aniquilamiento.
Una vez más percibí el fugaz tintineo de las campanas, pero esta vez, los sonidos parecían más cercanos, al unísono, suaves y diletantes, sin embargo mi atención estaba abocada hacia la maligna puerta, que parecía contemplarme, rígida, soberbia… Eterna en medio de la nada.
Bastaron unos pocos segundos para que un súbito cansancio se adueñara de mí, comprendí entonces, o creí saberlo, que podía ser eso, solo cansancio, las copas de más, el sueño tal vez, no sé cuanto más supuse, hasta que me incorporé. Esta vez la misteriosa y sacrílega puerta había quedado atrás. Entonces vi.
¿Como podré narrar, lo que he visto? es difícil o casi imposible trasladar fielmente aquellas impresiones a las palabras; todo me resultaba impreciso y vacilante, saturado por el relente opresivo de la desidia y las tinieblas, el desgaste físico que sentía, dio lugar a una sensación onírica, como si estuviera inmerso en una suave y al tiempo poderosa corriente de aire, que me brindaba la sensación de ascender o levitar, hasta que un helado flujo eléctrico sacudió mi cuerpo, sobresaltando mis fibras más intimas, aprisionándome en las telarañas del espanto, recuerdo haber percibido un olor, entonces no lo identificaba ni lo relacionaba con nada, ahora lo se… ese lugar olía a dolor, miedo, sangre y muerte.
Un haz de luz repentino y breve desgarraba la oscuridad que envolvía el lugar, iluminando ante mi un rostro capaz de provocar pesadillas al más fuerte de los hombres, sus siniestros ojos que parecían tan antiguos como el mundo mismo, me observaban impasibles, escudriñándome detenidamente, allanándome el alma, -era como una aparición, pero proveniente del mismo averno- en ese momento me precipité hacia la puerta, pero estaba cerrada, el lugar me engullía; debía pedir ayuda antes de que fuera demasiado tarde… no podría, era demasiado tarde. Para entonces me encontraba acorralado por el pánico, desprovisto del pensamiento, actuaba mecánicamente, mis movimientos eran lentos y previsibles, mis ideas, mis sentidos, eran fiel reflejo de mi miedo, el lugar adquiría proporciones demenciales, las líneas y ángulos se encorvaban en contornos demoníacos, mi mente parecía desangrarse por dentro, a sabiendas de que pagaría caro mi temeridad, intenté un único y fallido ataque antes de derrumbarme en un desmayo parcial, luchando contra el cansancio, el temor y la desesperanza, me sentí sofocado por una desesperación alienante, recuerdo mis cavilaciones -debo escapar, huir- lo pensé con la desesperación de alguien maldito y condenado a un rito atroz e ineluctable. -Entonces grité- lo hice con todas mis fuerzas, y seguiría gritando hasta después de muerto, con tal de aliviar mi ánima de esta opresión, de este flagelo.
Preso de un miedo mortal me desvanecí fatigado hacia el sueño, una especie de desmayo del alma; no puedo precisar cuanto duró mi estado inconciente, unos minutos, unas horas, -tal vez un siglo- me sumergía en mis pensamientos, que iban degradando del gris a lo más oscuro, en mi subconsciente escuchaba la oración monótona de la noche, y el tintineo de las campanas, cuya melodía se diluía lentamente en el mar confuso de mi mente, al oírlos sentía una extraña morbidez, el anhelo de algo que desconozco pero que deseo y temo profundamente. Sin embargo, un segundo antes de perder la conciencia, algo la agita – quizá el enorme silencio que ahora me rodea- un viento gélido, que parecía filtrarse de entre árboles muertos, se arremolinaba en lascivas caricias, portando al horror en sus frías manos, y el eco lejano de las oscuras campanas, parecían reclamar la ofrenda púrpura, que he de entregar a ese extraño ser, al morador tras la puerta, que me observa a través de la llama encendida de sus ojos. Me invadió una premonición, no lo se… inconcientemente tal vez, moriría de la peor manera, pero eso no sería lo peor.
Paulatinamente recuperaba el conocimiento, volvía a mi conciencia, yacía en el piso boca arriba, semidesnudo y aturdido, sudando cubriéndome la boca con las manos, intentando ahogar un grito, que a pesar de mi esfuerzo se filtraba entre mis dedos; no atinaba a comprender donde me encontraba, el aire era espeso, asfixiante; miraba a mi alrededor tratando de recordar, recorría lentamente el espacio que me rodeaba hasta que mis ojos se toparon nuevamente con aquella mirada gélida, pavorosa e inescrutable, una vez más comenzó a apoderarse de mi un sopor, tuve la sensación de que mi cabeza iba a deshacerse en un millón de fragmentos, pero esta vez pude contenerme, opté por concentrarme en sus ojos, los miré fijamente, pude ver mi propia muerte reflejada en ellos, -no eran los ojos de un persona- no contenían una mirada, sino muchas… múltiples miradas que rompían contra mi fisonomía. Estaba más asustado de lo que puedo explicar aquí, de lo que podría estar el resto de mi vida.
La contemplé con fascinación y miedo, una oscura maravilla sostenida en el tiempo, que se iba haciendo más visible en medio de la penumbra, sus grandes y sedientos ojos, parecían beber de mi alma. Ojos de un negro abismal que se sostenían firmemente en los míos y sobre las cuales caían oscuras y largas pestañas, su expresión reflejaba crueldad, enfado y una maligna sensualidad.
Toda ella desprendía algo secretamente perverso, exquisitamente intangible, que me atraía inconsciente y morbosamente, acallando mis escrúpulos uno tras otro. Su tez irradiaba una blancura luminosa que rivalizaba con el más puro marfil, sus cabellos de negro azabache, satinados y abundantes descollaban como una maldición, de ellos colgaban hileras de campanillas, cientos de ellas, minuciosamente hilvanadas entre las hebras de su melena, ellas tintineaban con cada movimiento; la perfección de sus partes era desconcertante, estaba cubierta en un habito blanco que flotaba a su alrededor envolviéndola en una mística niebla de seducción, -una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez- su belleza era tal que podría opacar un eclipse de luna, era sencillamente sobrenatural. Pero de un momento a otro, la fascinación que me produjo su presencia había empezado a trocarse en otra cosa… algo más tenebroso. Finalmente se volteó, se fue recogida en aquellos movimientos estentóreos de pasiva sensualidad, compuesta por infinitos cambios de posturas, saboreando y recreándose en el placer corporal del movimiento, mi perplejidad duró más tiempo que la fugaz aparición de aquella pérfida musa, que sarcástica agobiaba mi espíritu.
Un vendaval de ideas, en su mayoría incoherentes, azotó mi mente en busca de una explicación sensata que pudiera librarme de mi obnubilación y me devolviera a mi escepticismo. Ideas… en un lugar como este, las ideas no eran útiles, o al menos las que se me ocurrían, desde luego, eran las equivocadas. Salvo una, no es humana… como podría serlo.
De allí en adelante, todo parecía irreal, delirante, como la extracción de un narcótico sueño de género negro, no omito la trepidación ni el desconcierto en el que me encontraba, arrinconado en mi aislamiento involuntario, incapaz de medir el tiempo, al menos con la rigidez de antes. Mi vida, o lo que quedaba de ella, transcurría ante mis ojos, como una vaga e inútil pantomima -Mi familia, mis amigos, mis proyectos de vida- todo ello, reducido a trazos de abstracción simplificada por la oscuridad y mi embeleso ante lo absoluto, mi cautiverio me había despojado de todas esas tendencias reguladoras, que nos conducen a algún grado de equilibrio y despertó en mí, sentimientos embravecidos que compartían gozo y miedo, culpa y redención.-mi fe se veía arrinconada-
En mi interior se libraba una contienda enardecida entre el bien y el mal, ángeles y demonios se debatían por prevalecer, aunque lo intentaba, era incapaz de contener ambos estados inmediatos y antagónicos entre sí, cuya colisión percibía con claridad e incertidumbre, mi propia pasividad me asombraba ante ésta desconocida, pero no indiferente sensación de libertad que sentía mi espíritu. – ¿Libre? ¿Podría definir con esa palabra, la suma de todos los miedos que alberga el espíritu en las horas previas al nacimiento y la muerte?- sentía la más desgarradora congoja, sometido a mi propia maldad original, de manera tan radical, que no pareció un cambio de carácter, sino una alteración de mi naturaleza.
El mal avivaba con enérgica voracidad sobre mi endeble y agonizante virtud, mi guardiana lo sabía y se agazapaba en ambiciosa vigilia, manteniéndose alerta, presta a la oportunidad, para despojarme del seno de mi propia alma y dilatarme a la anchura que requerían sus excesivos e indignos placeres, tan al margen de las leyes ordinarias y naturales, que se degradaban hacia la aberración -cedí a la tentación, en medio de una encrucijada de fuerzas contrarias- Cuerpo, mente y alma incapaces de contener aquellas rabiosas y diluviales corrientes de vida que traen consigo la muerte, sucumbían bajo la influencia de mi lado oscuro, despótico, excluyente, que iba apoderándose de todo conocimiento, de toda emoción. El desenlace era inevitable… e inminente.
La cruel cazadora, había encontrado el momento preciso, había llegado hasta mí, en virtud de una incomprensible, pero tenaz y plena posesión de mí mismo. Una compleja combinación de sensaciones me paralizaba y me incitaba a la vez. Nunca sabré cuanto duró nuestro hacinamiento, en aquel dominio opresivo, al cual llamaba prohibido, -en el que nada ni nadie era libre- no existía el día ni la noche, ni pasado, futuro o presente, todo se resumió en un infinito instante, que intentaré describir antes de que el terror apague mi memoria, y que Dios -si en verdad existe- sepa apiadarse de mi alma.
Todo mi ser hasta la más ínfima parcialidad veía como se acercaba lenta y lascivamente, brotando de la negrura su cuerpo emanaba un fluido que incendiaba mis sentidos despertando mi lujuria, que para entonces, estaba desbocada, capaz de atravesar la vastedad confusa de territorios delirantes, su túnica se había deslizado, resbalando por su cuerpo hasta los pies -su perfección era intolerable- una tenue y degradada luz que provenía de la fosforescencia de la piel de esa virgen sicaria, me iluminaba, cual luna turbia y hostil, el corazón me latía con tal violencia, que lo sentía palpitando en las orbitas de mis ojos, era más sombra que sustancia, aún así, extraía toda la virilidad de mi cuerpo, de cada pezón brotaban ligeras, casi imperceptibles gotas de sangre, la belleza de su sonrisa fue profanada por una expresión caníbal y sus manos… sus manos estaban rematadas por garras. Sin poder contener mi creciente estado de excitación, me abalancé sobre aquella ninfa infernal, que me recibió con la furia de un volcán de carne y azufre, devorándome para luego expulsarme en espera de otro ataque, que ansiaba con infame y descontrolado placer, las campanas hilvanadas en su cabellera tintineaban burlonas, provocadoras, habian perdido toda su dulzura y melodía, estaban alborotadas; entonces arrecié contra sus poderosas fauces, con la vehemencia de un sátiro lubrico, hundiéndome en esa ciénaga de odio y depravación, que me succionaba sucesivamente, el tacto de su piel era obsceno, pues no parecía solo viva, más bien multiforme, una sensación espeluznante, más allá de toda comprensión… de todo razocinio. En la apoteosis, me vi sorprendido por los descalabros de la sodomía y el masoquismo
Mi afiebrada imaginación creía reconocer imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones, en la agonía de aquella catedral gótica, donde era cautivo y esclavo promiscuo, al sometimiento carnal de placeres inhumanos, que parecían eternos. Estaba sentenciado a satisfacer una y otra vez la voracidad de aquel súcubo cohabitado por mil demonios insaciables.
Tras agotadoras jornadas, mi alma se alienaba con mayor intensidad, a ellas se sumaban las manifestaciones no visibles, hasta superficiales de este mundo vedado, que corroían el balance de mi naturaleza extinguida por insaciables vicios, volcando su peso hacia el lado más escabroso de mi ser, levantando en mí, una violenta e irrefrenable tempestad de impulsos perversos, sádicos e insurrectos, pero a la vez, provocadores y estimulantes. Bajo esa errática y contradictoria apreciación, y la continua tensión de ésta sentencia que descarrilaba más allá de los límites de lo humano, con profundo temor, creo que una parte de mí, tal vez la más dominante, se ha aliado al mal, percibía el contagio maléfico, cada instante que transcurría, descubría nuevas aristas de mi ser en los laberínticos reductos de mi espíritu, que aún ligado a su infinita esencia y obstinado en continuar siendo, se enfrentaba a sus propias cenizas.
-El daño estaba hecho, no tardé en comprobarlo- comenzaba a perder el sentido de lo cotidiano; el recuerdo de mi vida real era efímera; transgredía a conciencia las decisivas divisiones a las que estamos sometidos, con una incontrolable y a la vez intolerable tenacidad; notaba un cambio en el tono de mis pensamientos, una crecida osadía, un desprecio del peligro, una morbosidad atravesante, un estado de éxtasis creciente, desbordante.
Abismos infranqueables de espacio y tiempo, separaban mis pensamientos de mi conciencia, cuya desaprobación se iba ahogando en su propio hábito, envolviéndome en el celofán de mis vicios, despertando al demonio atrapado en mi piel, que por durante tanto tiempo aguardaba oculto, en los bajos fondos de mi alma y aspiraba ser descubierto en su plenitud, y al sentirse liberado de las ataduras del silencio, rugía con la fuerza de mil leones.
Con profundo temor lo consigno, casi con pánico, mi renuncia, mi manifiesto…“Un oscuro deseo crece en el interior de mi pecho ya rendido al ángel caído, el espíritu del mal se fortalece extendiendo sus alas negras y envolviendo todo mi Ser, desvaneciéndome en su abismo, obligándome a descender al vértigo de su infinito precipicio, soy parte del oscuro ángel de la aflicción que me ha poseído.
Luego de aquella noche, mi forma de ver el mundo cambió de un modo aterrador comprendí que hay cosas a nuestro alrededor, -así es… en todas partes-, que nos acechan entre las sombras que pueblan la noche, incluso bajo nuestras propias sombras, y que ninguna ley natural puede explicarlas, tal vez por que son parte de un orden superior que regula el equilibrio existencial, podría ser… quien podría refutarlo, de todas maneras después de siete años, sigo despertando con la mente en blanco, el cuerpo agitado o rasgado, sigo sintiendo la influencia del mal rompiendo contra mis venas sus salvajes oleadas… Después de siete años, “Las Sombras se han llenado de luz, sin dejar de ser Sombras”.