Javier era un chico, aún menor de edad, su vida en el pequeño pueblo era tranquila, su padre y su madre eran buenas personas, de una economía modesta y algo justa.
Al salir de la escuela pasaba por la única plaza que había allí, cada tarde se encontraba con su amigo Anastasio, un anciano que iba a los bancos a sentarse y pasar el rato. El lugareño era agradable con el joven, le explicaba historias de la comarca.
Cuando a Anastasio le preguntaban ¿Qué tal estas? El siempre respondía lo mismo “Bien, como siempre, disfrutando de la vida”. Esa frase estaba muy presente en su vida, en su vocabulario. Cada día, cada vez, que alguien lo saludaba, esa frase aparecía desde su sonrisa suave y discreta.
Y en realidad no era una frase protocolo, ni mecánica, él respondía así pues realmente disfrutaba de la vida. Ya estaba jubilado, y casi cada día iba a la plaza a sentarse, siempre y cuando el tiempo lo permitiera.
Javier y Anastasio eran amigos y vecinos, hablaban de cosas diferentes, pero se entendían.
Hasta que un día el chico se hizo mayor, hasta llegar a la mayoría de edad, y entonces sus neuronas se habían transformado. El pueblo ya no interesaba para nada, allí no había botellones, ni fiestas nocturnas, no había diversión… Así que Javier, como no podía ser de otra manera, hizo la maleta y desapareció para siempre del pueblo. Fue totalmente seducido, engullido y absorbido por la gran ciudad, llena de luces por la noche en lugar de estrellas, los grillos eran sustituidos por decibelios de discoteca… Los coches con música a un elevado volumen, de ruido enmascarado, habían sustituido al camino de la calma. La oscuridad del cielo nocturno desaparecía en la urbe, y en su lugar habían farolas y reflejos, y altas paredes de edificios, llenos de feos patios interiores con desagües camuflados en grises tuberías, con concentrado olor a detergente, las tuberías arrastrándose inmóvilmente por las paredes bajantes… Así era el nuevo ambiente del dichoso y feliz Javier en su nueva ciudad para vivir, sin barro en los zapatos, ni hierbas mojadas o llenas del rocío que humedecen incómodamente la parte baja de los pantalones.
Javier se casó con una buena mujer, tuvieron hijos, un buen trabajo, y los años pasaron.
Javier se convirtió en un hombre mayor, jubilado, viudo, achacoso, con caminares lentos. Su rostro se había llenado de surcos. Sus arrugas no se iban de ninguna manera.
Una mañana de día festivo, pidió a uno de sus nietos que lo acompañara a su querido pueblo de la infancia. A aquel pueblo, que cuando dejó de interesarle fue olvidado, ese pueblo aburrido y soso al que durante años, desde que se hizo mayor de edad mencionó muy poco. A veces para criticar la estupidez de vida carente que había llevado allí, en ocasiones, en tiempos de infancia y adolescencia.
Y así fue, que cogieron un tren y viajaron al pueblo. Javier caminaba tranquilamente, mirando a la poca gente. Mirando las ruinas de lo que había sido su casa, el huerto abandonado y totalmente desatendido. Caminaba por la calle con dificultad, mientras que su nieto y sus biznietos jugaban en un pequeño parque que había por allí, un parque nuevo, reciente, que algún regidor o alcalde habría mandado crear para dar una cierta imagen social al entorno. Para hacer algún tipo de propaganda electoral con escaso éxito.
Javier fue a parar a la plaza del pueblo, y a lo lejos había un señor mayor sentado cabizbajo, en un banco, mirando al suelo.
Javier debió pensar “Voy a saludar a este hombre” y al acercarse se sentó junto a él… Miraba atentamente al viejo, segundos después el recién llegado: “¡Anastasio! “ Javier estaba preguntado con incredulidad, su amigo Anastasio estaba allí sentado en el banco:
¡Cuánto tiempo ha pasado!” “¿Cómo estas, Anastasio? “ Y el viejo respondió: “¡Bien, como siempre, disfrutando de la vida!” Volvió a repetir, la frase de siempre, toda su vida.
Ambos empezaron una charla, pero justo en ese momento quedó cortada inoportunamente, como bruscamente, por la aparición de sus biznietos, intranquilos reclamaban que aquel lugar era muy aburrido y querían volver a su casa. Al parecer pronto volvía a pasar un tren hacia la agitada ciudad, llena de ventanas iluminadas, y luces redondeadas que corren por las calles, a medida que oscurece artificialmente.
Y Javier, junto a su nieto y biznietos, volvió a desparecer del pueblo. Alejándose hacia la estación, calle abajo. Y Anastasio otra vez sólo, sentado en el banco de la plaza, viendo como su amigo se alejaba con los niños. Sin haber podido comenzar una conversación.
Nunca más regresó Javier al pueblo, ni sus nietos, ni sus biznietos.
En esa familia, ese pueblo quedó olvidado e ignorado, posiblemente por aburrido y soso.
El nombre del pueblo no se pronunció nunca más en reuniones familiares.
Nadie en esa familia, recordaría ni explicaría jamás, que después de tantos años el abuelo Javier regresó fugazmente, y encontró a su viejo amigo Anastasio, en solitario, sentado en el banco, bien, como siempre, disfrutando de la vida. Como siempre había sabido hacer, sencillamente sentado. Sin nadie a su lado que le hiciera compañía o compartiese un poco de conversación.
Cuento profundo. Cuento sentimental. Cuento que deja en mi alma huella. Te felicito.