Quizás haya usted notado, sobre mi escritorio, las dos fotos que le flanquean.Se lo pregunto porque para mi ha sido solo perceptible, hoy en la mañana. Descartes y su padre.Acabo de hacerle una pregunta y ahora reconozco la no necesidad de una respuesta.Le pido disculpas desde ya, y la única excusa que se me ocurre es el color de los geranios, que son del exacto color de los portarretratos, recuérdeme, se lo suplico felicitar al jardinero…
Me he estado llamando, de un modo casi obsesivo desde anoche y siempre surge otro nombre…siempre otro.He invocado a eso que llamamos voluntad y ha fallado ese recurso.He decidido, ya no alterarme y si a esa auto invocación de mi solo responde otro nombre, distendida aprender a paladearlo…
De que modo admiro en usted, esa alerta morosidad en interrogarse, esa pasión que despliega en expresar algún tema, pero aun mas esa remisión a la voz, pero aun mas esa referencia a la boca.
-Consideraría usted demasiada descortesía, si le dijese que lo que acaba de decir, con respecto a mi percepción…me ha producido cierta irritación, casi un sobresalto.Hay algo morboso en que otro nos diga, que tenemos razón, definitivamente no me gusta ese lugar.Mil perdones.
-Morboso…por lo general esas coincidencias, de algún modo, pese a que uno se siente descubierto es algo que produce cierta alegría en los otros…y su insistencia en las disculpas…porque?
-Creo que porque en las disculpas, de alguna manera dilatamos el encuentro, un encuentro con algo que no sabemos de que se trata, pero prefiero esa supuesta linealidad distendida, en donde se intercambian bellas palabras, pero no quiero saber nada de coincidencias.Volvamos al jardín, a los sentidos…
– ¿Será que han dado la alarma?
– No, es el ruido de mi encéfalo.
– Parece usted una persona razonable, debiera considerar la comisión de algún delito.
– ¿Le parece? ¿Cómo cuál?
– Cortarse la cabeza y entregar su cerebro a la ciencia.
– Definitivamente una forma de inmortalidad.
– Y mucho más acequible que las doctrinas homeomórficas o las investigaciones antropomorfémicas.
– Absolutamente conveniente, de cierto. Pero, la fortuna no ha sido buena conmigo.
– ¿A qué se refiere? Le veo muy saludable.
– Oh, no me malinterprete. Gozo de salud, riqueza y amor.
– ¿Entonces?
– Entonces he de confesar que la divinidad ha sido cruel en extremo conmigo, dotándome en exceso de corazón.
– Oh, por Dios. Eso es… Mi más profunda simpatía. Usted no debía haber nacido.
– Precisamente. Ahora, entonces, no puedo sino despreciar la inmortalidad.
– En efecto. Parménides le ha jugado una muy mala pasada.
– ¿Parménides? No será Descartes y su mil veces maldita duda ontológica.
– Oh, no. Descartes era un mal imitador de los pre-Socráticos. Que a la poster significa: “era un buen teórico”.
– No más teorías, se lo suplico.
– Por supuesto, en su condición actual…
– …
– Imagino que ha venido por algo, sin ofender.
– Como siempre, abusa de sus excelentes modales. No se da cuenta cuán intolerable es un gusto refinado. Como las piezas de museo, debiera guardarse en bóveda y mostrar sólo copias baratas de usted mismo a los curiosos.
– Es mi mayor debilidad: la filantropía.
– Me parece que en su caso se trata de una seria licantropía o, incluso, un híbrido de ésta con deipnofágia.
– Es ud. un hombre de intelecto y astucia poco comúnes. Me atrevo a decir de usted que es una lumbrera. Lo que no acierto a diferenciar si se trata de un fuego fátuo, una endecha o una zarsa ardiendo. Uf! Hace tanto que no veo una zarsa. Mis años me impiden visitar el desierto. Pero parece que el desierto ha venido a tocar a mi puerta.
– Precisamente. Necesito que haga una donación.
– Claro, como siempre. ¿Cuál es la noble causa?
– Una cacería.
– ¿Caza? Le confieso que apela a una de mis tendencias dominantes. Aunque últimamente prefiero la cetrería. Las aves tienen una nobleza que los perros difícilmente llegarán a intuir algún día. Pero, no permita que divague, a mi edad es una tentación casi invencible.
– Oh, su elocuencia es realmente encantadora. Razón de más para obligarme a lograr mi cometido.
– ¿Sí? Dígame pues la presa que prentende obtener de mí.
– No creo que fuera necesaria esa última pregunta.
– En efecto, en efecto. Es ud. un hombre inteligente. Un verdadero cazador.
– Se equivoca. No vengo a cazarlo, vengo a vengarme por ella.
– ¿Ella?
– …
– Entiendo. Nadie más habría encontrado a un hombre como usted. Dígame, ¿la amaba?
– Más de lo que puedo expresar con simples actos, el sacrificio de su vida y mi libertad eterna apenas y se aproximan a la intensidad que me inspira en este momento.
– En efecto. Pero ud. no ha considerado el futuro.
– No hay futuro para un sentimiento tan intenso. Me atormenta de tal manera que prefiero las penas del infierno.
– Vaya un romántico. En verdad lo ha sabio escoger esta vez. Ella, ¿como se encuentra?
– Tal y como la dejó: muerta.
– Inmortal, mi estimado interlocutor. Inmortal es el término correcto para el sueño que experimenta ella. Un cuerpo incorruptible, una idea infinita y constante como la diosa misma, un
– Un alma atrapada por toda la eternidad en este páramo de incongruencia e determinismo, ¡una prisión eterna!
– No se altere, refrene sus impulsos. Desprecio a los incontinentes e impropios. Su afección está fuera de lugar, mis habitaciones no son tabernas. Ahora bien, tenga por seguro que tengo le estimo en más de lo que me ha demostrado. Su talento es evidente. Pero yo quiero saber si lo suyo es verdadero genio. Genio es lo único que cuenta. Todo lo que esté por debajo del genio es mera pretención. Así que hagame el favor de retomar su asiento, aún no hemos terminado. Si logra deleitarme verdaderamente le permitiré cobrar mi cabeza ahora mismo.
– No, deseo hacerlo correr como un perro, deseo que gima y se retuerza en el lodo. No, no es verdad. ELLA lo desea, es ella la que me inspira, la que me habita.
– Ya vé. Tiene usted dotes, no se deje dominar por el pathos. Al menos, si le importa en algo alcanzar el verdadero climax de nuestro encuentro. Por hoy ya ha sido suficiente. El tiempo es un lujo que en mi caso pagan otros. Haga favor de regresar mañana. Y no se olvide de traer su alfanje lo más presentable que pueda. No, no se moleste. Aparecerá usted ante mi puerta como ha ocurrido hoy. Y, por favor, tenga más cuidado con sus zapatos. El piso es una obra de Filippo Palizzi por encargo de la princesa Élena Korchakova.
19 de diciembre
– ¿Planea ud. ir a la ópera esta noche?
– Francamente, me encuentro incapacitado para tal empresa.
– Vaya, esto es inusual en ud. Me atrevo a pensar que nos engaña y ahora nos cambia, a mi hermana y a mí, por una mera aventura de naipes.
– Se lo aseguro, sería lo último que cruce por mi cabeza, princesa.
– Sin embargo, cruzará, aún en postrer trance.
– Es ud. quien me obliga a huir, si es que quiero conservar algo de mi dignidad de poeta.
– Mi querido poeta, no se atreva a inculparme de sus desvaríos. En esta casa sólo se le ha apreciado y nuestra puerta siempre permanece abierta para su inspirada charla.
– Con un altísimo costo, si me permite la franqueza.
– No se la permito. Piensa ud. ofenderme y eso no es pertinente bajo ninguna circunstancia. Le recuerdo que ud. es un simple talento.
– En efecto y nunca he aspirado a más. Este mundo no es lugar para el genio. Los que se han atrevido a ostentar tal título no han sido sino ladrones y mujerzuelas.
– Modere su lenguaje o abandone mi presencia. No debiera entregarse a sus pasiones. Considero que es lo más reprensible de su carácter.
– Y también mi único acierto en la vida. En este juego de serpientes y escaleras, la pasión es omnipotente.
– ¿La pasión o la estupidez? De todas formas, ninguna le ayudará a cosechar logros.
– Sabe mi postura al respecto. Pero, disculpe mi falta de tacto. En efecto, le pido que olvide mis comentarios fuera de lugar.
– No, en definitiva no le perdono.
– Como siempre es cruel conmigo, más cruel de lo que tolera el buen gusto.
– Explotar mi única debilidad no le hace sino un barbaján.
– Que tenga una debilidad la pone al alcance de mi vista al menos. De otra forma, sería ud. una diosa y yo un onagro en la selva de Baco. La prefiero ninfa y yo, un simple sátiro.
– Maldita su lengua, poeta. Me ofende y alaga con la misma facilidad. No debiera ud. estar vivo. Ud. merece la gloria eterna.
– “Nunca te fies de las palabras de una mujer”, dice el verso latino.
– Ahí va ud. a atacarme con artillería. Dejemos estas discusiones que, aunque me divierten en demasía, alteran mi ritmo cardíaco.
– Nuevamente me hace avergonzarme de mí mismo. Le ruego me disculpe.
– No, no le disculpo… a menos que nos conduzca ud. esta noche a la ópera.
– Es ud. maléfica e invencible en tretas, su presencia hubiera cambiado el destino de los troyanos.
– Ja! Ahorreme los sermones que soy de la raza de Cassandra. Mi coche pasará por ud. a las siete.
– Un momento, aún no me informa sobre la función de esta noche.
– Odio la facilidad que tiene para arruinar mis sorpresas. Se trata de una obra que Pushkin ha escrito teniéndolo a ud. en mente: “la dama de picas”.
– …(escuché esas palabras mientras desaparecía por uno de los dilatados pasillos de su casa de verano, según su costumbre, abofeteándome con su linaje como a un perro. Supongo que lo hacía porque no me molesta y eso le causa mayor descontento si cabe. -Los perros tienen una dentadura milagrosa, Baba yaga usa sus quijadas en la confección de sus pócimas-. La dama de picas de Pushkin… je! Esa mujer es realmente diabólica.)