Había pasado la tormenta.
Las luces de la calle tiritaban de frío, arrebatadas por el temporal de colores oscuros.
Reinaba el silencio, ese que se siente por los gritos, por las lágrimas de quien se ve desnuda por las palabras dichas, por los suspiros condensados en una mezcla de alivio y al mismo tiempo de pena. Acababa de concluir una parte de su vida, decorada con tontas tarjetas de despedida selladas sin tiempo, con palabras que flotaban aún en la habitación, frescas, como recién pronunciadas.
No podía derrochar más lágrimas, no podía ser tan cruel con ella misma. Otra historia inventada –imaginada- acababa de derrumbarse frente a sus pequeños ojos de soledad.
Cuando todo parecía formar parte de un sueño, una filosa espada la devolvió a la realidad. La trajo de nuevo desde el ayer hasta el mañana. Desde el hoy hasta el nunca más.
No podía explicar por qué la historia volvía a repetirse, por qué el fracaso siempre la acechaba y la perseguía hasta los últimos pasos, hasta hacerla agonizar.
Ya no quedaban dudas, la verdad era una sola.
Era una palabra perdida en los vaivenes del tiempo, suspendida en el calor del aliento húmedo y reseco, en los recortes de su alma despedazada, desmigajada, cual un millón de pequeños átomos que ensuciaban el tiempo.
No era ni la canción, ni los ojos, ni la amargura de sobrevivir sin él a su lado lo que la aterraba, sino el silencio de una respuesta vacía, esperada pero inesperada; de un mar de dolores eternos que la confundían con las olas de una playa sin resguardo, que la confundían con el espejo delirante de la noche.
Un quejido con forma de reproche nacía desde lo más profundo de ella misma. Ya no podía entender la brevedad del instante aquel en que lo conoció. Maldijo una y mil veces las horas sumergidas en acres vasos de desamor, maldijo con pie de guerra haberlo conocido, pero lo cierto era que ya no podía volver atrás. Todo tiene una razón de existir, creyó escuchar en alguna parte; y lo que acaso no lo tiene, al menos puede intentar desaparecer o apaciguarse.
Otra noche de absurdos dolores se aproximaba, consumida en el intento de desplazar aquella parte de su pasado tan indeleble como inquebrantable, yerto de animosidad para seguir.
La confirmación del fracaso la hizo alejarse por un momento de la vida, y, sobreviviendo a medias en ese horrible calvario, comenzó a liberarse de todo el mal absorbido en sus desdichadas horas de agonía y de celestial desconsuelo. Podía revisar su potestad de mendiga sin techo, de pordiosera andrajosa, de princesa de vodevil, podía viajar por las nubes del tiempo escurridizo, por el barro y el humo, por la letra del fin. Pero no conseguía pensarse en un tiempo ajeno, enferma de aborrecimiento por el inoportuno desamor que la abarcaba entera, no podía pensar, pero intentaba salirse del filo de aquellos ojos bordados de cielo.
No podía terminar bajo el oscuro manto de la muerte de mármol, no.
Su destino era otro; lejos de un hombre, pero muy cerca de la decisión de asumir, que la manzana podría haber sido probada, que el bocado ya estaba entredientes, que la amenaza no simulaba un portón ni una frontera. El coraje de traspasar lo estimable, demostraba cuan intrépida puede ser la pantalla, que fundida en un rostro de rasgos ligeros, pero asentados, resucitaba hasta lo inerte. Nadie sabe de dónde proviene la valentía, que se viste de gala para una ocasión casi excepcional, nadie sabe. Pero en algún sitio ha de llevarse guardada.
Entonces, resignada a medias por su humilde declaración, juntó un montón de papeles y los dejó en libertad, desterrando la sucia vergüenza inservible y apática. Esa libertad que nunca sabe dónde tendrá su final.
(Quedaba una estrella en cielo) ¿Qué más podía pedir?
Mañana la luna tendrá otro brillo, pensó.