Vivimos inmersos en el laberinto emocional de un sinfín de circunstancias que, de repente, sin habernos imaginado el porqué de sus presencias, nos cambian el rumbo del vivir. Son las llamadas cuestiones de vida; las que nos empujan hasta la misma vertical del insondable Destino, esa vertical en donde no podemos hacer otra cosa, una vez llegados hasta ella, sino asirnos a la última esperanza y encomendarnos a Dios.
El caso es que nunca las buscamos con el uso de la consciencia; llegan de improviso, sin aviso previo, cuando más felices nos sentimos en el estado que pensamos ideal para nosotros. Un día cualquiera, de pronto, cuando estamos cómodamente sentados en el butacón viendo la televisión o leyendo el último libro que hemos adquirido con el deleitoso afán de saborearlo en el plácido atardecer… irrumpe la cuestión de vida y nos transtorna por completo con su zozobrante propuesta.
Lo más prodigioso del asunto es que, también de repente, sin pensarlo dos veces, rompemos todo el esquema de nuestra armoniosa existencia y nos embarcamos en la cuestión de vida como intentando salvarnos de alguna muerte prematura. Y así transcurre nuestro devenir terráqueo; de cuestión de vida en cuestión de vida salvando muerte tras muerte hasta el infinito de nuestros días.