Ya está.
Dillinger cerró el manuscrito con suma lentitud y de su boca salió un sentido suspiro de satisfacción.
Había concluido su alegato contra el mundo en él que le había tocado vivir y cerró sus ojillos durante un instante, embargado de placer y libre de todo remordimiento, incluso pena. Su carácter siempre había sido en exceso decidido y el motivo que alumbraba sus últimos días no inspiraba sobre sus actos ninguna clase de duda o vacilación.
A pesar del desastre que se cernía sobre él, sabía que había un solo camino, sin diatribas ni contemplaciones, y lo iba a recorrer en ese mismo día.
Era el séptimo de quince hermanos. Una buena posición para quien cree en la suerte, aunque no era su caso. El sol que lo vio nacer descansaba (aun descansa) sobre las verdes praderas de Wisconsin, en una zona rural cuyo único rastro de la civilización son las enormes plantaciones de maíz y algún que otro carril nebuloso que dejan los reactores sobre el azul del cielo. En la tierna niñez ya vio claro que su destino estaba lejos de los suyos, que yacía lejos de aquel ambiente, puesto que sus aptitudes superaban claramente las preocupaciones por el día a día, y en su afán no estaba el desaprovecharlas. El extraordinario talento que demostró desde muy crío y su vocación por lo artístico hizo imposible que continuara viviendo en Wisconsin, por lo que abandonó su hogar en cuanto tuvo posibilidad, al pairo de su desarrollo, y cuando allí ya no había nada que lo retuviera.
Atravesó praderas y montañas, el mismo desierto del Colorado, y durmió sobre el heno e incluso a veces sobre el barro. Sufrió todo tipo de penalidades antes de llegar a su destino, en la soleada California, el mítico estado del Pacífico en plena época de sueños y soñadores, en los tiempos en que la fama y la riqueza eran tan palpables como el aire que se respiraba.
Dillinger sabía que aquel era su territorio natural y corrió apurado hacia sus propios designios: hacia Hollywood, la fábrica de las estrellas, la meca del séptimo arte.
Sin embargo, sus inicios fueron bastante complicados y tuvo que asumir que debía empezar su carrera desde el punto más bajo, subir los escalones de uno en uno. La competencia en la ciudad era feroz y, como él, miles de individuos suspiraban por alcanzar la misma meta, la estrecha y deslumbrante cúspide del cine. Así, trabajó en los oficios más dispares, como extra de mil películas, confundido casi siempre entre las multitudes y sin llegar a ser ni el reflejo de una cámara, sufriendo todo tipo de humillaciones y servilismos mientras iban surgiendo nuevas estrellas en el firmamento. Su optimismo empezó a nivelarse con una contenida rabia, un sentido amargor que se dolía de la evidencia de que nadie lo valoraba como debía, y el cielo empezó a oscurecerse y languidecer; hasta las deslumbrantes sonrisas de las vallas publicitarias que poblaban la ciudad le sonaron como burlas, recochineos dirigidos hacia su persona. Pero él no había hecho tan largo trayecto para nada y, además, el mundo no podía desperdiciar el inmenso talento que se atesoraba junto a sus mil virtudes. Si existía la justicia, Dillinger triunfaría muy pronto y su nombre, su rostro, permanecería entre los eternos más allá de lo simple y cotidiano.
Por fin, un día llegó su oportunidad. Corrían buenos tiempos para la industria cinematográfica y el carácter propagandístico y democrático de la época puso al uso los denominados castings. Se publicaba un anuncio en el periódico con las características personales que deseaban ciertos productores y los mil aspirantes a la fama corrían en la búsqueda del deseado papel. Comenzaba pues una primera selección a sobre vista, fijándose únicamente en el aspecto, y al final, después de unas cuantas pruebas más, seleccionaban a unos pocos finalistas.
Dillinger supo que estaba en el sitio preciso, ante la oportunidad de su vida, y durante una larga semana de abril fue superando a todos sus rivales hasta que, finalmente, solo se quedaron en la selección él y un tal Mick, un tipo de Nueva Orleáns cuyo sexo invertido, se decía, le había abierto muchas puertas, demasiadas en ese caso. A pesar de los favores que otorgaban dichas ventajas, Dillinger tenía claro que el elegido era él mismo, pues sus dotes teatrales interpretando hasta el mismo Hammlet habían provocado el aplauso de cuantos observaban dicho casting, y su rival solo había arrancado unas pocas risas gracias a su hilarante tono de voz, demasiado agudo, y a su aspecto vespertino, ágil y espabilado, y en ocasiones ridículo.
Pero, aciago el día, cuando solo hacía falta oír su nombre por boca del famoso productor de cine, Dillinger se sintió tan satisfecho consigo mismo, embargado totalmente por su egocentrismo, que incluso accedió a realizar una entrevista que lo apuntaba como una nueva y prometedora estrella.
Craso error por su parte.
El diario sensacionalista que público la entrevista se hizo eco de sus frases más inconcretas, aquellas cuyos flecos daban lugar a las peores conjeturas, y el titular de dicha entrevista dejó al descubierto ciertas interioridades del casting, sobre todo las del director y las del productor de la futura cinta:
FAVORES SEXUALES ENTRE BAMBALINAS
Y se acabó.
Dillinger fue expulsado del plató en donde se realizaban las pruebas y Mick, el mediocre, resultó elegido por unanimidad.
Se acabó de verdad. El sueño americano se vio truncado por culpa de un periodista que había tergiversado unas simples apreciaciones y todas las puertas de la ciudad de fueron cerrando para Dillinger, una tras otra, sin tener en cuenta su talento y sin escuchar las mil disculpas que arguyó con su pequeña boca.
En los años posteriores, Mick, el tipo de Nueva Orleáns, se convirtió en todo un fenómeno mundial, mediático y artístico, y Dillinger acabó actuando por los peores teatros del medio oeste americano, interpretando pequeños papeles en casposas comedias sin una gota de arte, y bajo la atenta mirada de los vulgares pueblerinos cuyo gusto por la farándula se mezclaba con el palillo que roían entre sus dientes.
La esperanza y la ilusión de Dillinger se convirtió en odio y rencor, incrementándose con el tiempo, y su juventud se fue apagando sin fulgor alguno.
Ya nada le importó de veras, ni el amor ni la riqueza. La vida perdió todo el valor para él y del más recóndito lugar de su mente surgió una tenebrosa idea que llegó a acaparar toda su existencia, el motivo por el que seguir luchando. Sobre su rostro se dibujo un rictus marcado con toda la acidez y amargura que lo embargaba y la palabra venganza se demostró plena ante todas las demás del vocabulario.
Tomó una decisión, la única que creía que podía tomar después de que la sociedad lo hubiera obligado a ello, y el impulso de su talento artístico se reconvirtió en una malvada maquinación que lo elevaría por encima de los demás mortales.
Dillinger triunfaría de un modo tan sutil que nadie lo olvidaría jamás.
Pero no se iba a precipitar con cualquier acto. Él no iba a despachar a quienes lo habían hundido en la miseria ni iba a hacer tristes alegatos de su desgraciada injusticia. Era mucho más inteligente que eso y, aunque su objetivo era oscuro, muy oscuro, la preclaridad de sus ideas discurrían de maravilla por su cerebro. Quienes se acordaran de él en el futuro lo harían con asombro y estupefacción.
Así, discurrió como vengarse del sueño americano y se detuvo sobre las alternativas que tenía para ello: destruir la estatua de la libertad, echar abajo el Empire State, asesinar al presidente y a toda su familia, contaminar la Coca-cola y a sus millones de clientes… ¿Armas biológicas o químicas? …¿O un atentado en plena gala de entrega de los Oscar?….
Era complicada la elección. Cualquiera de sus pensamientos causaría la deseada conmoción que andaba buscando y, sin embargo, debía elegir una que fuera posible, realizable, pues su infraestructura destructiva se reducía sobre él mismo, con las citadas ideas como únicos medios, y era consciente de que no podía fracasar… de ninguna de las maneras.
Dillinger envejeció al mismo tiempo que su maquiavélico plan. Las articulaciones de su cuerpo perdieron toda su gracia y soltura, pero no así su determinación, que se asentó y maduró hasta fraguarse en definitiva. El plan dejó de ser un simple futurible y Dillinger abandonó California para llevar a cabo la indómita venganza para la que seguía viviendo, por lo que cruzó todo el país, de oeste a este, y se estableció en una región tan luminosa como la que había abandonado, en la Florida.
No obstante, antes de acabar la historia que él mismo protagonizaba, cayó en la cuenta de que debía darle forma: escribirla, firmarla, y hacer que la misma figurara en los estantes de la posteridad.
¿De qué valdría tanto trabajo y sudor si nadie lo iba a valorar después?
¿Acaso el público no merecía tener la información apropiada sobre su persona?
Desde luego que sí.
Sobre unos folios en blanco empezó a escribir todos su anhelos y experiencias, aquello que el mundo había perdido al despreciarlo y, también, lo soliviantado que quedaría su alma después de tan demoníaca acción. Así, la carta de despedida creció en tamaño y tiempo, y después de varios meses de tinta y literatura decidió que el gran manuscrito ya albergaba en su interior lo básico y fundamental de su periplo; la esencia que envolvía su ser.
No había más que decir: Sólo actuar.
Al acercarse al objetivo, Dillinger atravesó varios controles de seguridad sin contratiempo alguno, y se dispuso a abordarlo.
En su juventud no habría tenido ningún problema, pero los años le habían usurpado la mayor parte de la vitalidad y, consecuentemente, sus pasos eran lentos y breves; el camino, arduo e interminable. Cada escalón era como una gran montaña y, además, Dillinger debía estar muy atento ante el continuo trasiego de técnicos y científicos, pues una simple mirada sobre su figura y el fracaso volvería a teñirlo de gris, enterrarlo para siempre entre el olvido de los desgraciados; por lo que anduvo con sus cinco sentidos y, cada uno de dichos sentidos, despiertos sobre las ascuas de una gran concentración.
El lugar más complicado era en el acceso principal: una larga rampa que estaba bajo una continua vigilancia, con cien cámaras apuntándola sobre otros tantos monitores, tan descubierta como los atriles de los teatros por donde había vagabundeado, y que acabó por decidirlo en una larga espera.
El sol de justicia cedió el paso a la helada de la noche y Dillinger pensó que era el momento apropiado para cruzar la rampa. El camino estaba iluminado por varios focos deslumbrantes, unas sinuosas sombras sin sentido que eran provocadas por los cruces de la luz artificial, y Dillinger se apuró para aprovechar dichos resquicios de aparente oscuridad. Sin embargo, fue imposible. La puerta de la nave estaba cerrada y tuvo que volver sobre sus propios pasos.
Se ocultó detrás de un panel de dígitos cambiantes: cifras y números que informaban de la temperatura, la humedad y, por supuesto, de la hora del despegue, hasta que, pasadas las horas, amaneció un nuevo día y la impresionante visión de Cabo Cañaveral se adueño del moderno espectro del lugar.
El contraste entre la vespertina calma ambiental y su creciente intranquilidad era evidente, y tiritó de frío aun cuando por sus poros se destilaba un sudor espeso y pegajoso. No había demasiada piedad para con sus nervios y aquel primer y fallido intento sumió sobre su determinación una profunda grieta repleta de desconfianza. Nada avalaba ya el éxito que tanto había planificado y quizás debía ir encomendándose a la simple suerte. O desistir. Si, retroceder prudentemente y buscar una alternativa más plausible: una retirada a tiempo que garantizara cuando menos cualquier intento futuro y…
Pero no. Dillinger estaba demasiado entrado en edad como para seguir esperando y dudaba que tuviera fuerzas para empezar de nuevo. Además, ¡qué diantres!, de siempre había sabido que llegar a cumplimentar el plan no iba a resultar nada pero que nada fácil y, sin en algún momento se lo había parecido, simplemente es que se había equivocado. Por lo que Dillinger, en un desastroso estado emocional, se dijo que no había vuelta atrás y apretó los dientes tratando de aplacar su flácido tesón. El odio que fagocitaba por sus adentros debía prevalecer ante cualquier lúgubre pensamiento, sobre cualquier cobarde tentación, y se obligó desde su escondrijo ante la guardia de una mejor ocasión.
Así, a una hora muy determinada, a las ocho p.m., en la antesala de la rampa que llevaba hacia la nave, comenzó a arremolinarse un nutrido grupo de obreros especializados.
Las voces y las órdenes de trabajo se incrementaron a media mañana y unos cuantos periodistas se acercaron hasta el lugar. Algo importante estaba pasando y Dillinger, sin un sitio más seguro en donde esconderse, cerró los ojos y rezó para que la providencia lo resguardase de las miradas. Cuando abrió los ojos, vio como unos astronautas se despedían entre mil resplandores fotográficos, y el primero se dirigía ya hacia el trasbordador espacial.
Era el momento, entre la multitud y el frenesí, en medio de la algarabía de la despedida. Dillinger se confundió entre los técnicos que rodeaban a los astronautas y se introdujo en el oscuro interior de la nave.
Ya está. Suspiró tranquilo. De momento nadie había alertado de su presencia… de momento.
Se deslizó hasta la cabina de control antes de que llegaran los ocupantes oficiales de la nave y busco la esquina más retorcida del habitáculo, calibrando mientras los peligros que aun debía superar.
Las pesadas botas de los astronautas anunciaron la inminente llegada de los mismos y Dillinger reptó por debajo de una consola acribillada de luces, chivatos de mil colores que informaban del estado de las entrañas de la nave. Durante unos segundos perdió la visión y, cuando se habituó a la oscuridad del lugar, vio que estaba rodeado por un sin fin de apretados cables. Era un lugar incomodo, bastante claustrofóbico, pues apenas se podía mover, pero de momento parecía seguro; al menos, la voz tranquila de los astronautas no le demostraba que hubiera ningún problema en el desarrollo del despegue. Aunque no debía fiarse, pues, sin ser un entendido en la materia, sabía que estaba dentro de uno de los aparatos más sofisticados de la ciencia moderna y los datos y los parámetros que debían estar midiendo los ordenadores de Cabo Cañaveral informarían con absoluta precisión de cualquier anomalía.
Sin embargo, llegó la hora y la cuenta atrás se desnudó de sus valores más altos hasta figurarse como un solo dígito:
9,8,7…
Dillinger se acomodó lo mejor que pudo, contra una esquina de la consola.
… 6,5,4 …
Respiró profundamente, tratando de retener los alocados latidos del corazón.
… 3,2,1 …
El gigantesco trasbordador espacial hizo un amago, un último intento por amarrarse a la gravedad, y…
0.
Rugieron los motores, envolviendo de humo todos los recovecos del complejo aeronáutico, y el fuego lanzó sus llamaradas contra la base de lanzamiento y la nave espacial se levantó sin remisión sobre su peso, apuntando claramente hacia las alturas; hacia el cielo que, paciente, esperaba.
La atenazadora fuerza del despegue aplastó a Dillinger contra el suelo y solo después de unos segundos pudo concentrarse en lo que había venido a hacer: en su trabajo.
Así, sin dilación alguna, y presto de una sola voluntad, el pequeño Dillinger se apuró en arruinar, en destruir.
Como carecía de herramientas, utilizó las garras tratando de despellejar los cables que lo rodeaban. Pero fue totalmente imposible: era incapaz de causar daño alguno.
Se detuvo un instante, y una elocuente sonrisa se dibujó sobre su rostro.
No fracasaría. Desde luego que no.
Dillinger abrió la boca y mordió con rabia, cercenando un cable, otro cable, y otro más.
El trasbordador se desvió ligeramente de su trayectoria y el rozamiento incrementó en mil grados su calor. La estructura comenzó a ceder y, al cabo de una fatídica milésima, la nave estalló como la erupción de un volcán sobre los cielos. La estela vertical de los propulsores se transformó en una vorágine de humo que crecía más y más sobre sí misma, y devoró toda la materia en una tétrica imagen que se plasmaba en las alturas, la histórica foto para el mudo asombro de todos cuantos aquel día contemplaban el espectáculo.
Los astronautas murieron de inmediato y el sueño americano vivió un triste día de luto.
Dillinger, el pequeño ratón, también murió; pagó con su vida la inmensa frustración que arrastraba desde su juventud y ni siquiera Mick, aquel tipo de Nueva Orleáns que le había arrebatado la gloria, alcanzaría un final tan apoteósico como el suyo. Ni siquiera Mick, el ratón. Mickey Mouse.