Dolor propio y ajeno.
Escribió Rosa Montero en El País del 2 de septiembre de 2008, que “el verdadero dolor, como la locura, es un territorio sin palabras, el reino desolador de lo inefable”. El mutismo del dolor se me antoja a mí como una seriedad muy grave y tengo un profundo respeto a las verdades de cualquier sufrimiento. Los deudos del dolor saben lo que digo. Yo, que perdí a mi padre y a mi madre siendo todavía muy joven, aún no he podido a llegar a desentrañar esa clase de mutismo doloroso que nos abunda el alma con el recuerdo del dolor.
Yo, que soy muy extrovertido y me considero feliz en la vida, no puedo por menos que guardar respeto hacia el dolor: ese mutismo que parece que se recrea en el silencio para no hacernos olvidar. Y como como dijo el ya fallecido poeta paquistaní Ahmed Fazar, yo también digo: “toda la gente del planeta debe encender una vela para que haya luz en el mundo”. Conciencia universal ante el dolor propio y ajeno. Conciencia de sentirse una unidad solidaria en medio de la eterna pluralidad de nuestras individualidades. Podemos llegar a conseguirlo. Podemos llegar a unir nuestras manos, poner en ellas nuestro corazón y que el latir de todos los corazones se coordinen en una única sinfonía de Paz. Dolor propio y ajeno. No soy indiferente a ninguno de ellos porque el dolor de un ser humano es el dolor de otro ser humano y de otro ser humano… ya que todos somos una línea infinita de seres humanos equivalentes ante los ojos de Dios. Y como niños inocentes deberíamos aprender a solidarizar nuestros corazones para entender el dolor propio y ajeno, sentirlo y asumirlo, hasta hacer de este planeta un mundo de verdad mejor… pero de verdad verdadera… como esa verdad verdadera que Jesucristo anuncia día tras día, cuando llega el alba, y noche tras noche, cuando se esconde el sol.