El fantasma amargo (Reedición)

Pronto, muy pronto, antes de que Venancio termine de fumarse el cigarrillo del que expela volutas de humo en forma de hermosos círculos blancos azulados, como de gelatina transparente, caerá la tarde en El Terminillo, al otro lado de la arboleda; allí donde las grajas acomodan sus nidos y los rayos del sol llegan hasta el jardín donde crecen las altas matas de las adelfas. Cada destello luminoso de ese sol, que se está ahora escondiendo lentamente en el horizonte, parece un camino rosa claro en el que danza caprichosamente el polvo como un duende sin aliento…

– Se lo había dicho mil veces. No una ni dos ni tres sino mil veces, Venancio. Como la canción que emitía Radio Nacional todos los días y a todas las horas.
– Y él no te hacía ni caso…
– Por supuesto que no. Ni a mí ni a nadie. Toño no hacía caso nunca. Pensaba que por ser mayor que yo era más conocedor de la vida. Yo le decía no mires a esa mujer, que es casada y sólo te traerá problemas.

La tarde acentuó mis últimas palabras mientras Venancio aparentaba indiferencia. Pero sé que estaba algo impresionado. No sé bien de qué. Pero lo estaba mientras los dos observábamos el paso lento del viejo boxeador que caminaba, con los pies cansados, por la tortuosa Calle de las Ánimas, junto a las tapias hechas de ladrillo de color bermejo que cercan el cementerio.

– Toño no te hacía caso a ti ni hacía caso a nadie. A ti porque te consideraba un crío. A los demás porque nos trataba como analfabetos. Y total ¿qué?. Por una mujer bonita cuyo esbelto cuerpo olía a perfume de limón…

Era inútil explicarle las cosas y hacerle entender que aquella joven y hermosa mujer no pertenecía a su círculo y que él no debía seguir acudiendo todas las tardes a la tienda de ultramarinos sólo por verla a ella. ¡Pero si eres tú el que siempre estás allí! protestaba cuando yo le quería hacer ver…

– ¿Tú también ibas a la tienda sólo por verla a ella?.
– ¡Te juro, Venancio, que yo sólo iba cuando había que comprar arroz para madre o el café brasileño de papá!.

Ellos no eran de aquí. Eran de Sao Paulo. Y todos sabíamos que Rogelio Duarte Da Silva era muy celoso y muy posesivo. Muchos decían que procedía de una tribu salvaje de la Amazonía y en la peluquería del Agapito siempre proclamaba, a voz en grito, que dejáramos en paz a su gallina. ¡Ay del desgraciado aquel que ose poner sus ojos en mi Xuxinha!. ¡Le rebano el gaznate!.

Los mató a los dos. De feroces y profundas cuchilladas en el cuello…

La melancolía de la lluvia, que empieza a caer, no logra aliviar la tensión sino que, por el contrario, la aumenta. Una bandada de oscuras torcaces despeja desde lo alto de los edificios de la estación.

– ¡Calla, Pancho!. ¡Ya está otra vez ahí!.

Efectivamente. El fantasma amargo de mi hermano Toño ha surgido, una vez más, de entre los árboles, los arbustos y las brozas; camina ahora entre las lápidas del cementerio y, al final, deposita, como siempre, un ramo de crisantemos blancos sobre la tumba de Xuxinha de Duarte mientras la lluvia, que ahora es violenta, empapa nuestros ojos abiertos por el miedo con la furia obstinada de una maldición irrenunciable que llega del cielo.

Volvemos, una vez más en silencio, a casa… pero estoy seguro de que Venancio también sabe que la sombra del fantasma amargo es, en realidad, la del viejo boxeador que camina cansado por las estrechas callejuelas de El Terminillo mientras Rogelio Duarte Da Silva permanece todavía en la vieja cárcel de Tarancón y Xuxinha, al igual que mi hermano Toño, sólo es polvo, huesos y quizás cenizas…

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