Ingresó en nuestras mentes con su tesis de Relaciones Interpersonales recién elaborada y allí, en medio de las neuronas del cerebro, celebró sus primeros discursos en medio de las infantiles propuestas de juegos pirateriles en donde él siempre resultaba ir un poco más allá de nuestra conciencia y, grillito de las emociones ocultas, contestaba a nuestros primeros coloquios sintomáticos de la pubertad, de la edad de los descubrimientos. Y nos hacía el favor de dejarnos capitanear la carabela aquella en que nosotros nos íbamos deslizando como por un tobogán de aprendizajes coetáneos.
Después se hizo confidente. Acérrimo y exclusivista confidente de nuestros muy variados amores y desamores. Y nos abrazaba en medio del llanto y de la soledad y elevaba su copa llena de espíritu para brindar por nuestra inmensa alegría; y así, en medio de risas y lágrimas, entre rosas y espinos, haciendo la guerra y la paz de todas nuestras manifestaciones juveniles se nos convirtió en el adulto que llevamos dentro. En el oculto adulto imaginario que hace realidad todo aquello que le conversamos y que, eternamente fiel a la palabra dada en el primer segundo en que penetró en nuestra mente, guarda como un tesoro escondido, bajo mil llaves de plata y de coral, nuestras más íntimas confesiones…
Puede ser Patoño, o Pepo, o Manolín… o Lina, o Carita o Lucimiel… y hasta podemos ponerle un apellido (el mío, por ejemplo, se apellida Idígoras porque, parecido a Protágoras, me recuerda a un sabio griego de la Antiguedad) pero yo creo, ahora, sólidamente, firmemente, profundamente… que todos ellos son los reflejos de un único Dios verdadero.