Era un 12 de octubre cuando Sir Joseph Del Oro, conocido como El Caballero de la Rosa, arribó, tras una larga travesía de 3 meses de duración, a un archipiélago compuesto de 700 islotes y algunas islas de considerable tamaño. En una de estas últimas que, por su forma de iguana, él llamó Guanahaní, desembarcó con su caballo. La arena de la playa era fina y no se veía huella alguna de pies humanos.
La travesía por el Océano Pacífico le había dejado exhausto. Había tenido que soportar numerosas vicisitudes. En varias ocasiones tuvo que echar al agua parte de su comida para aligerar el lastre de su embarcación. La de su caballo no, pues era importantísimo que éste llegara fresco a su destino. Todo por culpa de las fuertes tormentas que tuvo que soportar.
A veces la calma chicha que se apoderaba de la mar hacía que la barca apenas avanzase un par de millas tras varias horas de luchar con el velamen. Debido a todo ello, cuando llegó a Guanahaní, tenia ya hambruna pues llevaba una semana enterar sin comer y apenas podía beber el poco de agua que le quedaba. En cierta ocasión hasta tuvo que comer un puñado de algarrobas que estaban destinadas como pienso para su caballo. En cierta ocasión un tifón estuvo a punto de tragarse la barca pero, gracias a Dios, pasó a cierta distancia y salvase así de una muerte segura. A veces la fiebre le hacía ver visiones en forma de sirenas cantando hipnóticamente para sus sentidos, pero pronto volvía a la realidad aunque solía delirar por las noches oscuras. Hubo ocasiones en que feroces tiburones estuvieron a punto de comerse a su caballo pero él, armado con su espada, los pudo alejar de la barca. En cierto momento había perdido la brújula que le entregó el Mago Merlín y anduvo a la deriva. Lo que nunca perdió fue la pequeña bosa que le había entregado con baratijas en su interior. Pero todo ello lo dio por bien perdido cuando al amanecer del citado día 12 de octubre llegó a aquella isla.
Explorando poco a poco el archipiélago descubrió que no había ninguna clase de vida humana por allí. !Eran islas vírgenes!. Exploró algunas de ella montado sobre su repuesto caballo y nunca halló nada más que grandes árboles frutales de los que comió abundantemente y dio de comer a su caballo. Iba, poco a poco, descendiendo hacia el sur de islote en islote. Se sabía orientar por las posiciones diurnas del sol y por las posiciones nocturnas de las estrellas. Hasta que, al final de aquella larga exploración, encontró un grandioso delta que le hizo pensar que había llegado a un gran río. Pero como el caballo hacía demasiada pesada la marcha contra corriente, decidió dejar encallada su barca en una de las playas del delta y, a lomos de su caballo, se internó tierra adentro. La vegetación se hacía cada vez más exuberante y enmarañada. Dedujo que había entrado en alguna región selvática con numerosos ríos afluentes del principal.
No encontró a ningún nativo en la región selvática donde se introdujo perdiendo todo el sentido orientativo. Después de mucho atravesar por la frondosa vegetación de la selva encontró un yacimiento de huesos humanos. Descabalgó de su montura y comenzó a analizarlos. Por sus conocimientos de Biología pronto dedujo algo que le inquietó momentáneamente. Todos ellos eran huesos pertenecientes a hombres ya adultos. Ni rastro de huesos femeninos. Estando en esta labor se vio sorprendido por una docena de bellísimas mujeres semidesnudas, al frente de las cuales iba dirigiendo el grupo la que debía ser Reina porque llevaba una corona de flores sobre la cabeza y un brazalete de oro puro en su brazo derecho. Todas portaban arcos. !Dios mío!. !Estoy perdido!. Pensó. Era la primera vez que, en verdad, se sentía nervioso ante un grupo de mujeres. La que hacía de Reina era la más hermosa de todas. Y quizás hasta la más joven de ellas o al menos eso aparentaba.
Aquellas bellezas femeninas le miraban extrañadas. !Nunca habían visto a un hombre tan singular y vestido con aquellos ropajes, ni tampoco a aquel animal llamado caballo!… así que se acercaron, después del momento de extrañeza, peligrosamente a él y como centellas lo rodearon y le ataron los brazos con largas y flexibles, pero duras, lianas de la selva. ¿Era posible lo que estaba experimentando El Caballero de la Rosa o era sólo un espejismo debido al cansancio? No. Era cierto.
A una orden de la Reina toda la comitiva se dirigió, incluido el caballo, hacia un lugar cercano donde estaba el campamento de aquellas hermosas mujeres. Allí descubrió que sólo vivían mujeres de diversas edades. Todas bellísimas pero ningún rastro de hombre alguno. Sólo mujeres y niñas. Entonces memorizó una leyenda aprendida de sus lecturas sobre los mitos de la Antigua Grecia. ¿Serían éstas las famosas amazonas de las que hablaban los viejos pergaminos griegos? Todo indicaba que sí. Entonces fue cuando se preocupó de verdad. Resulta que la leyenda decía que las amazonas sólo cazaban hombres para aparearse con ellos y después los mataban sin piedad alguna. Cuando nacían varones los ahogaban en el río. cuando nacían hembras las cuidaban y las hacían parte de su comunidad.
Una vez llegados a lo que podría entenderse como la plaza mayor del poblado, la Reina Joven se reunió con una decena de mujeres más veteranas y entraron en una choza a parlamentar. ¿Qué estaba ocurriendo allí? se preguntaba El Caballero de la Rosa. Pero sólo podía ver a multitud de amazonas con sonrisas de victoria en sus labios. A los pocos minutos salieron la Reina Joven y la que él pensó que eran las consejeras de la Reina. Habían tomado una decisión. La Reina Joven ordenó que desataran a aquel caballero tan extraño para ellas y se acercó a él para intentar entenderse por medios de gestos y mímicas físicas. El Caballero de la Rosa se dio cuenta de que se había ganado la amistad de aquellas hermosas hembras.
La Reina Joven le estaba preguntado quién era, de dónde venía y hacia dónde iba. Con múltiples esfuerzos a través de los signos le dio a entender que venía de otro continente y que iba buscando a una Princesa muy especial y soñada por él. La Reina Joven se entristeció levemente. No era ella la elegida… pero superada la frustración tomó una grandiosa y seca hoja de higuera y comenzó a dibujar un mapa con diversos trazos hechos con pintura de minerales. Era una pintura rojiza de color almagro y terroso. Una vez terminado el plano se lo entregó, todavía triste por el desencanto, al Caballero de la Rosa.
En el plano se veía el final de la selva, una cordillera, un nevado y otra cordillera en donde había dibujado una corona real y una cara. Daba a entender que aquel era el lugar al que tanto soñaba llegar. Y la cara dibujada entre las montañas le hizo de deducir que había habitantes en aquella región. Él tuvo la gentileza de abrir la bolsa que le había entregado el Mago Merlín y, sacando un collar de entre aquellas baratijas, se lo entregó a aquella hermosa y joven mujer. Ella se puso el collar en el cuello, le dio un beso en la cara, exactamente en su lado izquierdo, y se despidió de él dando orden a 5 de aquellas hermosas mujeres para que le guiasen hasta el final de la selva.
Así sucedió. Tras unas largas caminatas a pie (él tirando de las riendas de su caballo) que duraron bastantes días (quizás un mes pues había perdido la noción del tiempo) y durmiendo siempre a la intemperie; soportando a veces el calor, otras veces las lluvias y siempre la picadura inoportuna de algún mosquito… llegaron al final de la selva. A partir de allí ya dependía sólo de Dios que pudiese acertar con el camino ligeramente trazado en la hoja de higuera. Montó en su caballo y se dirigió hacia la primera Cordillera que, por su orientación en el mapa, la llamó Cordillera Oriental. Tras cruzarla sin encontrar vida humana alguna, y alimentándose de los productos vegetales comestibles y las frutas (también alimentó así a su caballo) divisó un pico nevado. Decidió subir pausadamente a él para divisar mejor el horizonte. Desde la cumbre del nevado, bajo un frío invernal, divisó la segunda Cordillera. Dedujo que era la que la Reina Joven había señalado con una corona real y una cara. Si era así es que estaba acertando en su ruta. Al llegar, por fin, a la tan ansiada Cordillera (qué él denominó Cordillera Real) comenzó a oír sonidos como de pájaros. Aguzó el oído. !Aquello no eran sonidos de pájaros sino silbidos humanos!. Silbidos que pronto fueron respondidos con el sonar de flautas y un ruido, cada vez más elevado, de tambores. El Caballero de la Rosa acarició la empuñadura de su espada y la desenvainó… (Continuará)