1. INVENCIONES JURÍDICAS Y DERECHOS HUMANOS
Ulpiano dejó escrito de manera memorable que el derecho natural es aquel que la naturaleza enseñó a los animales, a saber, el derecho a la supervivencia, del que la fe en la inmortalidad no es más que su prolongación lógica en los seres dotados de entendimiento. Ahora bien, lo que en los brutos es mero conato o instinto de conservación, en los hombres es la búsqueda de la felicidad mediante la vida virtuosa.
Determinar qué es virtuoso, independientemente de lo que la ley diga, es el objeto del derecho natural. La ley se contradice, la razón jamás, de donde deducimos la superioridad rectora de esta última. A estos efectos apunta Suárez (De legibus):
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“… toda vez que este camino de salvación radica en las acciones libres y en la rectitud de las costumbres, rectitud moral que depende en gran medida de la ley como regla de la conducta humana, de ahí que el estudio de las leyes afecte a gran parte de la teología y que, al ocuparse ésta de las leyes, no haga otra cosa que contemplar a Dios mismo como legislador”.
No es necesario, pues, presuponer a Dios para conocer lo justo (los juristas paganos son un buen ejemplo), aunque él sea el único que garantiza la justicia en última instancia y el que da coherencia al sistema de lo verdadero, lo bueno y lo bello.
El viejo argumento que han usado los empiristas y defensores de la “tabula rasa” moral alega precisamente que los ordenamientos de los hombres son inconsistentes en el tiempo y en el espacio, por lo que no hay que presuponer ninguna base inalterable en ellos. A esto se contesta con el siguiente paralelismo: que, obviando las normas de jurisdicción, también se da una colisión ideal entre los jueces de un mismo país en la aplicación de leyes idénticas, dictándose sentencias dispares en casos análogos. Con todo, tal extremo no resta un ápice de validez a la norma, por lo que hay que concluir -y así lo hacen nuestros juristas- que al menos una de las resoluciones en conflicto está mal fundamentada.
La voluntad y el consenso tampoco bastan para integrar el poder constituyente. El simple deseo, que compartimos con las bestias, no es el que nos hará llegar a una sociedad justa. Urge, entonces, una definición objetiva de derecho natural, cuya fórmula abreviada propongo acto seguido:
Tenemos derecho a todo aquello que Dios, la naturaleza y la sociedad nos permitan.
En caso de darse un dilema ético entre la voluntad de Dios -la razón- y la naturaleza, Dios predomina; si se produce entre la naturaleza y la sociedad, que es naturaleza segunda, predomina la naturaleza primera, de la que aquélla es imagen e imitación.
Para el primer caso tenemos el abismo que media entre las pasiones, que deben superarse, y las acciones, a las que hay que seguir a pesar de la naturaleza, en vistas a fines potenciales, esto es, intangibles.
Para el segundo caso está la locura de las sociedades que impugnan su propio fundamento, como las comunidades caníbales o las homosexuales. Negándose el derecho caudal del hombre (recuérdese: la supervivencia), ya sea a través de la subordinación del valor sagrado de la vida al pecado de la gula, como es práctica común entre antropófagos, ya haciendo otro tanto con el de la lujuria, a guisa de los invertidos, se niega al hombre mismo.
Eso también vale para cierta versión positiva del derecho natural, ampliamente consensuada por las naciones, cuyos preceptos rezan:
“Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia.
Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futuros esposos podrá contraerse el matrimonio.
La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado.”
Artículo 16 de la Declaración de los Derechos Humanos.
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Artículo 2.1 de la Declaración de los Derechos Humanos.
1. Interpretación literal.
Llamo la atención del lector sobre el siguiente detalle: el primer precepto no habla de restricciones por motivos de sexualidad. ¿No será, pues, que el matrimonio homosexual es contrario a los Derechos Humanos? Si tal cosa se revelase cierta, estaría permitido discriminar a los matrimonios homosexuales, ya que ello no figura como expresamente prohibido en la Carta. En efecto, “… sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión” significa, “a sensu contrario”, que pueden contemplarse otras restricciones, como la prevista por razón de sexo o de parentesco.
La lista, pues, no es abierta. La ley positiva debe ser “scripta et stricta”, sin permitir interpretaciones de manga ancha que la desnaturalicen; sobre todo en aspectos cruciales.
Además, que algo esté permitido (”todo lo que no está prohibido”) no significa que sea un derecho humano. Así, la facultad de ir a la playa o tener coche pueden ser contrarias a ciertas disposiciones de protección del medio ambiente.
Todavía más: Si el matrimonio homosexual tuviese el rango de derecho fundamental, no sólo habría que ilegalizar a la Iglesia Católica y a todas las confesiones que lo rechazan, sino también considerar que todos los Estados que no reconocen dicho pseudomatrimonio vulneran las disposiciones básicas de convivencia que se han dado los pueblos. O lo que es lo mismo, el 99% de los que integran la comunidad internacional.
2. Interpretación histórica y sistemática.
Por lo cual fingir en un alarde de “espiritualismo” que el legislador ignoraba la prohibición de contraer matrimonio entre personas del mismo sexo es a todas luces un exceso interpretativo.
Hasta aquí hemos presupuesto que “matrimonio” significa lo que la ideología gay quiere, y ni con esas se ha logrado demostrar que algo semejante se prevea en el texto que se comenta.
Sin embargo, la realidad es muy otra a la que en un principio dimos por buena, pues por ese término el legislador entiende en todo momento el matrimonio heterosexual, el único existente entonces.
Así, si bien el artículo 2 extiende en una lista abierta todos los derechos reconocidos en la Carta, no introduce la posibilidad de crear nuevos derechos (el “matrimonio negro” o el “salario chino”), sino que se circunscribe a lo conocido.
Si se hubiera querido proponer un matrimonio prácticamente sin límites se habría otorgado el derecho a todos, reconociéndose expresamente las excepciones que se estimaran (de parentesco, por sentencia penal condenatoria, etc.). Pero, en lugar de eso, se permite al legislador nacional regular dichos límites con razonable holgura.
Ahora bien, toda licencia tiene un tope. Sabemos que en algunas zonas geográficas la edad matrimonial es mucho más temprana que en la nuestra. Bajo la concepción jurídica occidental tal posibilidad colisionaría con el derecho a la infancia, esto es, el derecho a no ser explotado durante la edad previa a la pubertad.
Esta inferencia no puede extraerse del texto mismo de la Carta, por lo que se precisa una interpretación histórica. Si se rechaza en el caso de los matrimonios homosexuales, ¿qué te empuja a no hacer lo mismo con los niños?
3. Interpretación teleológica.
Añado que los infantes tienen en el ordenamiento español, por herencia romana, derecho a aceptar donaciones puras. El dato de que idénticos sujetos no puedan contraer matrimonio nos informa de que no se estima que éste sea un derecho simple, sino una relación compleja de derechos y obligaciones, entre las que naturalmente se encuentra el mantener a los hijos. Sin embargo, no puede obligarse a nadie a hacer lo imposible, razón por la cual los homosexuales no están obligados a cuidar de los hijos que no son capaces de tener y, por consiguiente, tampoco disponen del derecho a casarse.
No tiene ningún fuste dar protección jurídica a una pareja que no espera traer hijos al mundo, ya que eso sería discriminatorio para los célibes, mucho más desvalidos al contar con una remuneración menos. El argumento no se aplica a los estériles, dado que su condición es accidental y no necesariamente definitiva.
El matrimonio surge como respuesta del Estado al servicio que de modo natural ofrecen a éste las parejas que engendran una progenie y sostienen sus cargas. Sin la obligación actual o futura de mantener la descendencia, el matrimonio carece de sentido.
Como se ha dicho, los homosexuales no pueden contraer esa obligación de manera autónoma, sino a lo sumo recurriendo al auxilio de la ley (adopción, inseminación, etc.). De ahí se sigue que no tienen un derecho natural al matrimonio, como pareja, pero sí un derecho civil en tanto que ciudadanos, es decir, como individuos.
El matrimonio homosexual, pues, es una ficción indeseable.
Además, en el 16.3 de la Declaración se nos dice:
“La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad”.
¿Cómo va a ser natural la familia formada por homosexuales, si por naturaleza es incapaz de engenderar y perpetuarse en el futuro? ¿Qué clase de fundamento social es el que necesita a la sociedad misma para fundamentarse mediante el reconocimiento de artificiosas prerrogativas?
Resumiendo:
1) Queda claro que el artículo 16 sólo puede referirse al matrimonio tradicional, según su interpretación literal, histórica, sistemática y teleológica, las únicas permitidas en Derecho civil.
2) No es menos patente que el artículo 2 prohíbe restringir el derecho al matrimonio heterosexual, salvo en el caso del parentesco y de la edad mínima, contemplado el derecho a la infancia.
2. ¿QUÉ ES, ENTONCES, EL MATRIMONIO?
I.
Todos, hombres y mujeres, pueden amar a Dios, permitiendo su gracia y cesando en cualquier resistencia que contra ella hubieran concebido. Un amor semejante tiene inicio en la pasión y no en la acción, al contrario que el amor mundano, que se incoa en la acción y termina en la pasión.
Así, cuando amamos al Dios que nos ha amado carecemos de defectos y de limitaciones absolutas. Pero nadie que sea humano, ni los santos, mantiene ese amor siempre. Se salva, entonces, el que lo conserva hasta el final.
Ahora bien, la mayoría de las mujeres son tal y como las describí en el comentario sobre la teoría weiningeriana del carácter, mas el matrimonio las dignifica.
Porque el matrimonio da un fin final a la mujer (la maternidad), que hasta entonces era materia prima, y un producto al hombre (el hijo), que era mera forma o potencia. Por él ama aquélla al hijo concreto, a su hijo, en el que ve la imagen o paradigma del padre. Luego, al fin, también consigue amar al padre, su marido, en la concreción de un ser.
Recuerdo que María, la mujer más perfecta según el cristianismo, no tuvo un verdadero marido. Por tanto, su amor hacia su hijo -reflejo de Dios y de la humanidad- fue pleno e incondicionado.
De lo que se sigue que la mujer ordinaria es incapaz de amar perdurablemente fuera del matrimonio, es decir, sin confiarse a ese sacramento. ¿Significa lo anterior que todas las mujeres de tal condición, que son la mayoría, vienen a parecerse a las prostitutas? En efecto, aunque sean vírgenes.
Por otro lado, los hombres, que sí están facultados para amar autónomamente, son incapaces de dar fruto por ellos mismos. Por ende, su amor carnal no es perpetuo si, evitándola, prescinde de esa finalidad carnal y natural, por más que cumpla con los requisitos de reciprocidad y suficiencia.
En definitiva, habiéndose concebido el matrimonio para satisfacer los fines carnales del hombre y los espirituales de la mujer, es falso y dañino un “matrimonio” que deje al hombre sin hijos y a la mujer sin maternidad, como es el caso de las uniones homosexuales, a las que sólo la demencia puede dar crédito.
II.
“Cuando la alimentación es comunión y nuestro hijo crece ante nosotros, es cuando creemos que la tierra y la naturaleza tienen nombre de mujer”.
Esto escribía el progre Joan Barril hace ocho años (”Condición de padre”). Esta mañana le he visto escarnecer las manifestaciones en favor de la familia. Supongo que hoy, ya entrados de lleno en la era de lo políticamente correcto, no tendría reparos en reeditar el libro y trocar la palabra “mujer” por “persona”, más neutral y digerible.
¿No erais vosotros los que decíais -con razón- que el significado de una palabra debe ajustarse a su uso? Con la misma razón os digo que es el hecho el que propicia el derecho que ha de regularlo, no al revés. Cuando las parejas homosexuales puedan engendrar podrán exigir ser tratados como el matrimonio, facultad de adopción incluida.
Hago notar, para los que gustan de argumentos especiosos, que un estéril podrá engendrar cuando se cure, y que nadie debe ser marginado por sufrir una disminución. Ahora bien, el caso de los matrimonios gay es completamente distinto, ya que no se trata de regular la disminución, sino de disminuir la regulación. Por eso los que nos sentimos amparados por ella no podemos permitirlo en aras de una quimera. Se empieza así y se termina por declarar contrarias al orden público a todas las organizaciones que no respeten “la igualdad”. Hoy nos censuran de palabra; mañana será “ex lege”; pasado, quién sabe.
Sobre la “homofobia”, palabra tonta donde las haya, respondo con un adagio de La Rouchefoucauld:
“Algunos temen ser despreciados, porque son despreciables”.
Y es que no deja de tener su gracia el que la verdadera fobia, o sea, miedo, sea la que expresan los paranoicos gays mediante este término, acuñado “ad hoc” para avergonzar y marginar a todos sus adversarios ideológicos.
¿Quién debe “adaptarse a los nuevos tiempos”? ¿Sólo se dan en España? ¿Está fuera del tiempo el resto del mundo? Evidentemente no. En este caso, lo lógico es que el lobby gay se adapte a los demás, en lugar de acogerse a falacias provincianas y a infantiles dilemas de todo o nada.
III.
El día en que los homosexuales engendren entre ellos dejarán de ser hombres y hombres o mujeres y mujeres, por lo que también abandonarán su condición de homosexuales. Pero no quiero ni imaginar la clase de criatura amorfa y psicótica que puede derivarse de este experimento hermafroditista. Probablemente, si se llegara a dar, desembocaría en la destrucción agónica de la raza humana, pues nadie engendrará cuando ello deje de ser fácil, placentero y enriquecedor en lo interpersonal.
Lo que está haciendo el Estado es desregular el matrimonio, lavarse las manos. La palabra no es importante, o no en exceso. Importa que todo matrimonio, el auténtico y el bastardo, tendrá ahora un mismo fundamento viciado. ¿Acaso no protestaríamos si alguien definiese al hombre como un bípedo implume?
Personalmente estoy dispuesto a negociar definiciones, pero no a capitular sin argumentos. Tengo un límite: no admito que algo signifique una cosa y su contraria; eso es ofuscarse en la vaguedad del lenguaje. Y donde no hay un lenguaje claro tampoco existe una moral limpia.
Se nos intenta meter en la cabeza que el amor homosexual existe, sólo porque las palabras “amor” y “homosexual” existen y pueden juntarse en una sola frase. Estoy harto de los razonamientos a lo Walt Whitman (el poeta maricón por excelencia): yo soy yo porque me yoeo yoándome… por el culo.
La Iglesia esgrime sus objeciones desde una lógica más desprejuiciada que la del comparsa gay, a pesar de que con ello se granjea enemistades, chantajes y amenazas. En una época en la que el triunfo político se basa en la sonrisa, la demagogia, la concesión graciable y el bombardeo publicitario, eso es de agradecer y de admirar.
En cambio, con vuestro esteticismo mediocre y con esta ética del “laissez faire” y la comunión de pulsiones simpáticas (”buen rollo”) estáis a las puertas de dar la bienvenida, o allanar el camino al menos, a un nuevo régimen nazi.
IV.
El divorcio, aunque erróneo y dañino, se basa en cierto modo en el derecho natural: uno puede rescindir el contrato por el que se ha obligado, si se incumplen los pactos, promesas o expectativas que dieron lugar a él. La Iglesia no lo admite porque considera que el matrimonio es una institución divina por la que el hombre y la mujer obtienen algo superior a sus fuerzas: el amor, la fidelidad, la capacidad de renunciar a la pasión indiferenciada para fijarse un fin eterno.
En fin, los gays tienen tanto derecho a contraer matrimonio como cualquier legislador futuro a negárselo. Es lo que pasa cuando uno se acoge al iuspositivismo.
El “matrimonio homosexual” no sólo contraviene la ley divina: también es naturalmente aberrante, absurdo (¿en qué promesa puede basarse?). Es el siguiente paso hacia la deshumanización.
3. EL GAY VA DESNUDO
El lobby gay y la heterosexualidad degenerada (la homosexualidad siempre lo es) quieren que el sexo sea algo indiferente, neutro, relativo, convencional, intercambiable. Pero el sexo es algo más que echar una cana al aire. En cierto modo es la esencia del hombre, tanto del vulgar y sensual como del extraordinario y espiritual. Ambos se definen en base a su relación con el sexo, sea ésta inercial o racional, obvia o problemática. Negar esta condición constitutiva del sexo es negar al hombre y convertir la humanidad en una especie animal más. Con la diferencia de que, para colmo, se la condena a la más vergonzante y egoísta de las extinciones en el altar de la lujuria.
Los homosexuales tienen un vicio por su condición, pero no pecan si no consienten a él. Absolutamente nadie puede ignorar indefinidamente las tendencias viciosas, y ningún mortal está libre de pecado. Ahora bien, ¿qué pensaríais de un obeso que intentase elevar la gula a la categoría de privilegio civil? Una cosa es respetar a los homosexuales y otra muy distinta es reconocer a los gays, capitular frente a la bajeza.
Antes he dicho que el sexo, como valor psicológico, es la esencia del hombre, ya que no hay manera de sustraerse de él mientras se está vivo. Sin embargo, el sexo como valor moral es voluntad de descomposición, de desintegración y de vacío. Es una protesta contra el peso de la existencia. Se opone, entonces, al amor, del que resulta lo contrario: la voluntad de unión, de integración y de lleno, la afirmación de la vida.
Un monstruo no es tal por su carácter improbable, es decir, por la parvedad de casos de su tipo, pues, si así fuera, también serían monstruos los seres excepcionales, Jesucristo a la cabeza. Ahora bien, el fenómeno monstruoso se da cuando un ser está dotado de órganos o facultades que no corresponden a fin alguno, como por ejemplo, tres ojos en un mismo rostro (que rompen el eje de simetría de la visión), la bicefalia (que impide ejercer autónomamente el control sobre los miembros) o la atracción por personas del mismo sexo, destinada a eliminar el amor de la faz de la tierra, como preámbulo macabro a la desaparición de la raza humana.
Primero fue el amor sin descendencia (”libre”), luego el amor sin compromiso (al que habría que llamar “libérrimo”). Ahora sólo queda el “amor” sin amor, entiéndase, la cópula libertina, esgrimiendo el mero goce escatológico del propio cuerpo en perjuicio de cualquier otra consideración. Hay heterosexuales que “aman” así, pero no están obligados a hacerlo. La institución jurídica del “matrimonio homosexual”, por contra, crea un paradigma que desecha cualquier forma de relación que no sea la fundada en el banal interés erótico.
No puede haber comunión de ideales ni afirmación de la vida (esto es, familia) desde la perspectiva de la caducidad, como tampoco puede darse la amistad desde la instrumentalización sexual del otro (”Para considerar a una mujer nuestra ‘amiga’ sería preciso que nos inspirase alguna suerte de antipatía física”, dejó escrito Nietzsche). Los homosexuales degradan el amor, rebajándolo hasta el nivel de la amistad, para acto seguido arruinar la amistad, encerrándola en la mazmorra del sexo.
Y bien, el origen de la homosexualidad es sociológico, a saber: una mala disposición del padre para que el hijo se identifique con él. Y como el error engendra error, de familias malas pueden salir familias peores y hasta antifamilias o pseudofamilias. ¿Cuál es el quid del descalabro? Una sociedad débil, egoísta e individualizada daría lugar a esta clase de fenómenos inexplicables.
Hoy los jacobinos, antes iusnaturalistas, olvidan ese límite que el mismo Parlamento inglés se puso: “La ley lo puede todo, excepto convertir a un hombre en mujer”.
La medida legislativa que se comenta no ha sido acordada por ser un avance en materia alguna, sino por resultar electoralmente sabrosa. No ataquéis, pues, a la Iglesia, que siempre dijo lo mismo: atacad al partidillo que desde su fundación hasta la fecha ha tardado 125 años en reconocer y proclamar un “derecho inalienable”, como parece al fin que lo es el concubinato homosexual. Mas adelantemos algo de teoría.
El buen Estado debe reconocer los máximos derechos, que son finitos y consustanciales, y al menos garantizar las libertades, infinitas y de carácter accidental, en tanto que éstas no frustren a los primeros. Es de notar que los derechos se complementan mutuamente (al integrar la noción de hombre), mientras que las libertades de signo contrario (que constituyen al individuo) se limitan recíprocamente. Los derechos, a su vez, constriñen las libertades adversas a su realización, pero ninguna libertad, ejecutada para el caso, puede disminuir un derecho en general reconocido.
Visto esto, pocos negarán que el trocar una libertad en derecho positivo “erga omnes” equivale a debilitar por un tiempo indeterminado todas las libertades y también todos los derechos naturales que se le oponen (verbigracia, el derecho a la familia). Aquí se une el inconveniente de que con ello no se protege nada duradero que justifique tal gravamen, quedándose la cosa en un mero refrendo “a posteriori” de la voluntad de Zutano y Mengano, privadamente respetable, si bien inútil y redundante en lo público. El individualismo institucional, además de ser una suerte de oxímoron, empobrece la esencia del hombre.
Un Estado que garantice todos los derechos será o bien perfecto, si los armoniza con la libertad, o bien tiránico, si no lo logra. En adición, un Estado que reconozca todas las libertades se destruirá a sí mismo, convirtiéndose en anarquía. Por último, el que sólo reconozca parte de ellas cederá una fracción de su soberanía a grupos de poder, cual oligocracia.
Las parejas estables gays, las poquísimas que hay y que habrá, no dan nada a la sociedad, luego la sociedad no les debe nada en tanto que parejas. Ello aún sin entrar a juzgar su aptitud moral, que, por supuesto, yo también discuto.
El amor, en efecto, es la unión perpetua (o así pretendida) de dos seres y, en el caso de hombre y mujer, unión en cuerpo y espíritu. “Que sean una sola carne”: cualquier otra definición lo desvirtúa. Así pues, el amor erótico, a diferencia del amor intelectual o místico, implica que esa perpetuidad se extienda al cuerpo mediante la descendencia. Y no puede decirse que el “amor” entre homosexuales sea místico, pues es carnal. Entonces, al carecer de fines carnales, es falso amor erótico, es mera lujuria y sometimiento a las pasiones, lo cual -si bien no basta para incapacitar o desacreditar a nadie- tampoco debe conceder derechos de más.
La sodomía no tiene ningún fin, ni próximo ni remoto, que no sea la obtención de placer. Rascarse un brazo -se me contestará- tampoco cuenta con fines adicionales, y no por ello entra en la categoría de lo anormal o deforme. Pero nadie consagra una parte importante de su vida a rascarse, ni aspira a edificar algo superior a partir de este fundamento. Por ello es un abuso crear instituciones jurídicas “ad hoc” que, más allá de la protección contractual, amparen derechos inexistentes, como el que puedan tener los zurdos a trepar escaleras violetas. Máxime cuando tales prerrogativas individuales se oponen a derechos inalienables de la sociedad, por ejemplo, el de fundar una verdadera familia.
Pero advirtamos este extremo: El matrimonio civil es el sometimiento del compromiso eterno a la contingencia contractual, la permuta de la fidelidad de dos por la voluntad de uno y otro. Sólo hay un matrimonio: el que nace queriendo durar para siempre; sólo Dios puede refrendar pactos incondicionales, indisolubles en sí y superiores a todo albedrío una vez consumados.
Si el matrimonio civil ha logrado prosperar ha sido dado su parasitarismo con respecto al católico, empezando por el nombre. A pesar de ello, ha supuesto una brecha en la noción sacramental de la familia, que ahora se concibe con los trazos pragmáticos de una sociedad en comandita. No es extraño que ya muchos vean en esa versión descafeinada y falsa de matrimonio, y por extensión también en el matrimonio católico, un “papeleo inútil”, prefiriendo a cualquier vínculo formal la ausencia completa de sujeción, el mero estado de facto, la idílica beatitud primitiva.
Viene entonces cuando, en un ataque de inconsecuencia, “el pueblo”, el atolondrado pueblo, exige que se legisle sobre las parejas de hecho porque la razón natural y la “igualdad” lo requieren. Salimos, pues, de una regulación para caer en otra. ¿Con qué fin? Protegernos de nuestra propia voluntad, aunque lo hagamos de manera artificiosa mediante la ley, que imaginamos no impuesta, sino emanada de nuestras conciencias.
El “matrimonio homosexual”, en fin, es un paso más en este montaje metafísico-jurídico, nacido para vaciar al hombre de sus responsabilidades irrenunciables en favor de un Estado omniabarcante, cuyo proceder no debe cuestionarse ni siquiera en el fuero interno. Se trata en definitiva del sueño de un déspota como Napoleón, perpetuado en el ideario fáustico del ateo.
Además, el placer sexual es una pasión y, por consiguiente, carece de fines propios. Los homosexuales no reinvindican el derecho al amor (eso iba a ser como reinvindicar el derecho a la alegría: una estupidez), sino al placer. La capacidad de amar no puede regularse de forma directa, pues es de naturaleza interna. Sólo se regulan los actos externos, a saber, la consecución de una descendencia, a cuyo núcleo afectivo llamamos familia, o en su caso, la búsqueda del mero goce, a la que nos referimos como concubinato. La homosexualidad queda forzosamente reducida a este último supuesto.
El sexo es siempre promiscuo, el amor es lo único que le pone freno. Y el amor necesita un cauce o fin duradero para no extraviarse ni agotarse demasiado pronto. Así pues, el “amor homosexual”, aun si existiese, cosa que niego, no tendría nada que ver con el matrimonio al no contar con fines naturales.
Los gays reclaman el derecho al matrimonio para escarnecer el amor y, mediante su marginación, parecer ellos menos enfermos. Se intenta dar una solución sociológica a un problema psicológico, arrastrándose a todo el cuerpo social en una caída en picado hacia la animalidad.
Las características del amor son tres:
1) Ánimo de perpetuidad
2) Intención de reciprocidad
3) Suficiencia
Cuando se cumplen las tres se da el amor en cualquiera de sus vertientes: consanguíneo, erótico o místico, de menor a mayor sublimidad.
La condición del amor consanguíneo, el más terreno, no puede perderse nunca, ya que es innato. Basta, en efecto, con que se den relaciones de parentesco lo bastante claras como para permanecer en la conciencia del amante. No es de extrañar que sea también el afecto más común entre los hombres y el primero en manifestarse.
El amor erótico está a medio camino entre lo innato y lo gratuito, entre lo pasivo y lo activo. Su condición es la unión carnal: no admite separación definitiva y exige su símbolo de perpetuidad en la progenie. De otro modo resulta imperfecto, inacabado. Depende tanto de la propia voluntad como del azar del encuentro y de la armonía de las potencias de los individuos en que se da.
El amor místico no se adquiere por nacimiento ni por voluntad, sino por irradiación. El deseo que lo alimenta es puramente intelectual, sale fuera de sí y se une por el vértice infinito de la fe.
Veamos ejemplos de amor bastardo:
a) Un caso donde se cumple 1 y 2 pero no 3 es, por ejemplo, el de la poligamia, en la que ninguna relación forma un vínculo completo, sino que todos los conatos de vínculo se unen en una masa amorfa.
b) Si se verifica 1 y 3 pero no 2, topamos con el fetichismo y toda clase de idolatría en la que no podemos ser correspondidos, al tratarse de una entrega unilateral, solipsista y enajenada.
c) Supuesto típico en el que se dan 2 y 3 pero no 1 es la homosexualidad, que renuncia por principio a la descendencia, el único modo de perpetuación carnal. Y si intenta solventar esto por otros medios externos (v.g., la adopción), entonces deja de cumplir 3 y sale de un fraude para caer en otro.
d) Cuando se cumple sólo 3, obviándose 1 y 2, nos hallamos ante un vicio que se autoconsume en su propia pasión, pero no pretende durar ni ser correspondido.
e) La situación por la que se cumple sólo 2, obviándose 1 y 3, retrata un mero ejemplo de seducción sin más pretensiones.
f) Por último, un caso donde se verifica sólo 1, obviándose 2 y 3, expresa el amor intelectual que el artista tiene para con sus obras, que ni espera ser correspondido ni es autosuficiente, pues toda creación exige un código y una materia donde plasmarse.
En resumen:
1) El “amor homosexual” es un acto natural (la cópula) carente de fines naturales (la reproducción).
2) Todo amor busca unir a perpetuidad (el amor entre madre e hijo, padre e hijo, etc. no busca unir a perpetuidad, porque ya nace unido por el parentesco), pero el “amor homosexual” no sólo no lo logra, sino que no puede lograrlo desde sí mismo.
3) Luego, o bien el “amor homosexual” no busca unir a perpetuidad, o bien lo busca sin fruto.
4) Si no lo busca, no es amor.
5) Ahora bien, si lo busca sabiendo que no puede lograrlo, también es engaño.
6) Ergo, se elija lo que se elija, aceptadas las premisas, el “amor homosexual” sólo impropiamente puede llamarse amor.
7) Y, si no se aceptan las premisas, entonces llamad amor a cualquier entretenimiento pasajero, con lo que demostraréis que, para conseguir vuestro cometido habéis tenido que degradar el concepto, tal y como se entiende de ordinario.
Ahora el único freno contra la poligamia es la “dignidad de la mujer”, que se esgrimiría como indisponible frente a aquellas a las que no les importase compartir marido. Pero parece que a nadie le preocupa la dignidad de la familia. Es hipócrita: permitimos uniones contra natura, minoritarias en nuestra sociedad, y les negamos a los inmigrantes sus uniones tradicionales que, siendo incorrectas, al menos no carecen de fines.
Debo insistir: los gays no buscan ser naturalmente iguales que el resto de parejas, porque es imposible, ya que su condición física y espiritual se lo niega. Buscan que esas parejas sean iguales a ellos: eso sí es posible, y la ley aquí es sólo un instrumento para perpetuar esa práctica marginal. Por lo común la ley reafirma la costumbre generalmente aceptada; en España se ve que también nace para negarla y pervertirla a golpe de chantaje moral.
No deja de ser sintomático el que muchos os hayáis tomado a modo de cruzada la invención de derechos, queriendo dotar de una dignidad especial a quien de por sí no la tiene. Como el que maquilla a una rana.
Sólo hacer notar que el “amor homosexual”, como el supuesto amor de los animales, carece de fines conscientes o inconscientes. Con la misma autoridad con que hoy se casan hombres con hombres y mujeres con mujeres, podrían “casarse” caballos con yeguas y hasta yeguas con novillos, amparándose la extravagancia en la libre voluntad del campesino. Ahora bien, el consentimiento sin derecho no obliga a terceros, pues es pacto entre criminales; y España y Portugal bien pueden dividirse el mundo en Tordesillas, que el mundo seguirá su curso.
Daniel.
http://www.miscelaneateologica.tk
“Estoy completamente a favor del permitir el matrimonio entre católicos.
Me parece una injusticia y un error tratar de impedirselo.
El catolicismo no es una enfermedad. Los católicos, pese a que a
muchos no les gusten o les parezcan extraños, son personas normales
y deben tener los mismos derechos que los demás, como si fueran, por
ejemplo, informáticos u homosexuales.
Soy consciente de que muchos comportamientos y rasgos de
caracter de las personas católicas, como su actitud casi enfermiza hacia el
sexo, pueden parecernos extraños a los demás. Sé que incluso, a
veces, podrían esgrimirse argumentos de salubridad pública, como su
peligroso y deliberado rechazo a los preservativos. Sé también que muchas de
sus costumbres, como la exhibición pública de imágenes de torturados,
pueden incomodar a algunos.
Pero esto, además de ser más una imagen mediática que una
realidad,no es razón para impedirles el ejercicio del matrimonio.
Algunos podrían argumentar que un matrimonio entre católicos no
es un matrimonio real, porque para ellos es un ritual y un precepto
religioso ante su dios, en lugar de una unión entre dos personas.
También, dado que los hijos fuera del matrimonio están gravemente
condenados por la iglesia, algunos podrían considerar que permitir
que los católicos se casen incrementará el número de matrimonios por “el
qué dirán” o por la simple búsqueda de sexo (prohibido por su religión
fuera del matrimonio), incrementando con ello la violencia en el hogar y
las familias desestrucuturadas. Pero hay que recordar que esto no es
algo que ocurra sólo en las familas católicas y que, dado que no podemos
meternos en la cabeza de los demás, no debemos juzgar sus
motivaciones.
Por otro lado, el decir que eso no es matrimonio y que debería
ser llamado de otra forma, no es más que una forma un tanto ruín de
desviar el debate a cuestiones semánticas que no vienen al caso: Aunque sea
entre católicos, un matrimonio es un matrimonio, y una familia es
una familia.
Y con esta alusión a la familia paso a otro tema candente del
que mi opinión, espero, no resulte demasiado radical: También estoy a favor
de permitir que los católicos adopten hijos. Algunos se escandalizarán
ante una afirmación de este tipo. Es probable que alguno responda con
exclamaciones del tipo de “¿Católicos adoptando hijos? ¡Esos niños podrían hacerse católicos!”.
Veo ese tipo de críticas y respondo: si bien es cierto que los
hijos de católicos tienen mucha mayor probabilidad de convertirse a su vez
en católicos (al contrario que, por ejemplo, ocurre en la informática o
la homosexualidad), ya he argumentado antes que los católicos son
personas como los demás.
Pese a las opiniones de algunos y a los indicios, no hay pruebas
evidentes de que unos padres católicos estén peor preparados para
educar a un hijo, ni de que el ambiente religiosamente sesgado de un hogar
católico sea una influencia negativa para el niño. Además, los
tribunales de adopción juzgan cada caso individualmente, y es
precisamente su labor determinar la idoneidad de los padres.
En definitiva, y pese a las opiniones de algunos sectores, creo
que debería permitirseles también a los católicos tanto el matrimonio
como la adopción.
Exactamente igual que a los informáticos y a los homosexuales.”
Estimado Daniel:
Toda su argumentación, aun basándose en una exposición que considero excelente en teoría y citas, no deja de ser la aproximación intelectual de usted en un intento de aclarar la confusión, imprecisión y falta de “racionalidad natural” que se argumenta desde el amor homosexual. El Derecho Natural no existe. Es un intento más por establecer que la Naturaleza se basa en consignas intra y que se ejecutan según la mano rectora de una autoridad divida. Siendo insuficiente la naturaleza humana para que tal autoridad no sea alcanzada por sus notables deficiencias, queda exento todo argumento que le afecto. De lo cual se deduce que el concepto de Derecho Natural es un concepto humano, creación de leyes que se valoran desde la jurisprudencia de los humanos. El establecimiento de las normas legales, en el Derecho Natural, surgen de cultura en las que tan to el amor homosexual, como la practica homosexual eran, al menos, consideradas costumbres al uso. No insitiré en que el Derecho Romano, si bien determinó Corpus legalis extraordinariamente adecuado, ejerció la destrucción de todo derecho al aplastar pueblos, asesinar y generar inmensos genocidios a su paso. La LEX ROMANA no deja de ser fuente de caños estrechos y la Lex Divina, entiéndase la Theología, abunda en la naturaleza de lo aún ´más alejado de lo humano. Dado que ninguna naturaleza es per sé totalmente suficiente para ser sin la presencia de lo social, la asocialidad de Dios, lo margina y crea una entelequia sin posibilidad de justificar nada que abunde en lo humano. Entiendase que la naturaleza de lo humano es la creadora de todo concepto, pues el lenguaje sustenta la realidad y la configura. ado que el lenguaje humano es el “principio de ralidad”, de él emana cualquier posibilidad de “unificar el sumatorio de reglas que estructuren un Corpus”. Toda legislación es fruto de un acuerdo de “conducta social”, por lo que nada,que no sea una estructura “creada ad hoc” adquiere la categoría de “dogma”.
El amor es una dimensión no evaluable. El cómo se ame y el aquíen se ame,s on dimensiones de variable “humana”. si las normas sociales se agrupado en Corpus legales para que adqieran rango de derecho, sea pues una noble tarea el no remontarse a Derechos naturales que surgieron de la mentalidad Romana, y aplíquense las fórmulas m´s adecuada para el consenso social.
Su opinión, forma parte de una entre todas las de la colectividad. Sus argumentos nacen de referentes que no son “suyos”, sino de la aplicación referencial al artículo o cita. Sea pues en su coherencia legislador se sus propias libertades y entienda que nadie es juez de nadie.