El firme taconeo de mis zapatos me acerca al viejo caserón que se levanta majestuoso ante mis ojos, dejando adivinar lo que debió ser en sus años de esplendor ya lejanos.
La puerta de hierro forjado que da entrada a la finca se encuentra entreabierta, parece tener vida propia mientras se balancea ligeramente empujada por el frío viento de la mañana. El jardín descuidado cubierto por la hojarasca otoñal que lo rodea, delimita un espacio donde el tiempo parece haberse detenido.
Hace años que paso cada día por allí, y mientras toda la ciudad ha ido evolucionando a su alrededor, el sigue imperturbable y desafiante, atrapando mi mirada e inquietándome provocando una combinación de miedo y atracción.
Por primera vez me detengo ante la verja, miro mi reloj consciente de que no conseguiré llegar puntual a mi trabajo, pero sin poder evitarlo me adentro en el jardín y la puerta de entrada se cierra tras de mi. El viento forma remolinos y las hojas en movimiento me van abriendo un camino que dirige mis pasos directamente hacia los escalones que conducen a la puerta principal.
Una extraña sensación de familiaridad me invade al cruzar el umbral. No llego a percibir ningún ruido exterior a pesar del intenso tráfico de la avenida., el mobiliario para mi sorpresa aparece impecablemente conservado y el amplio recibidor me conduce hacia una escalera. Al llegar a la primera planta, abro una puerta de doble hoja y un gran salón azul se abre ante mí. Un impresionante retrato lo preside y mientras me voy acercando descubro que mi rostro es el de la mujer del cuadro, que por sus vestimentas parece datar de principios del siglo XX. El azul curiosamente siempre ha sido mi color preferido y una extraña sensación de tranquilidad me envuelve. Las manos de la mujer sostienen delicadamente un pequeño libro y noto como sus ojos no paran de observarme.
Retrocedo sin apenas darme cuenta pero soy incapaz de apartar la vista del retrato, bajo las escaleras apresuradamente y me dirijo hacia la puerta de salida, la abro sin esfuerzo y al cruzarla el jardín ha cambiado totalmente de aspecto. La hojarasca ha desaparecido y las flores de otoño lo decoran con un gusto exquisito. La ciudad no existe y la avenida se ha convertido en un amplio camino de tierra, donde algún coche de caballos transita sin prisa. Giro sobre mi misma y mis ojos se dirigen irremediablemente hacia la ventana del salón azul, donde veo asomada a la mujer del cuadro.
La visión del mundo desde la perspectiva de muchos años anteriores a mi nacimiento es desconcertante, soy como un personaje fuera de contexto, pero estoy convencida que el caserón y la dama del retrato me dará las respuestas.
Vuelvo sobre mis pasos y la puerta de la casa se abre nuevamente para mí, el miedo ya no me acompaña, solo la curiosidad arrastra mis pies y entro de nuevo en el salón azul. Me encuentro cara a cara con ella, es como mi reflejo en un espejo pero con movimientos autónomos, se acerca a mí y me entrega el libro que llevaba entre las manos en el retrato y sus dedos rozan por un momento los míos.
Al cruzar el umbral del caserón, nuevamente la ciudad aparece ante mis ojos con el insufrible tráfico de la avenida. La hojarasca juega con el viento a enredarse entre mis zapatos, y la fachada del caserón continua siendo la ruina de siempre. Cierro la puerta de hierro forjado y aprieto contra mi pecho el pequeño libro que la dama del retrato me ha confiado. Mis dedos temblorosos lo abren por la primera página, me ha entregado su diario y descubro con asombro mi letra detrás de los trazos de la dama.
Manejas las palabras con arte y haces que el lector te siga por el camino que tu le trazas.
Un abrazo.