El Centinela

Eran tiempos de combate. En lo alto del torreón, con toda su juventud por delante, Pedro Prada se encuentra luchando contra el cansancio de aquella jornada agotadora, en medio de aquella estructura de piedra que, como torre de ajedrez, se eleva en una esquina del cuartel general. El sargento sube por las escaleras y entra en el habitáculo.

– !Soldado Prada!. ¿Cuál es el último reporte?.

– !Mi sargento, todo está en calma!.

– !Siga así, muchacho, que dentro de pocos días va a llevarse la alegría de regresar a casa!. Me han informado desde la Comandancia General que están ya en camino los nuevos reemplazos de soldados.

El sargento baja por las escaleras y Pedro Prada comienza a soñar con su querida pradera, allá en su querida Cantabria, paseando de la mano de la preciosa Clara, aquella novia que había conocido el verano anterior en la Playa del Sardinero. A su mente llegan los recuerdos.

– Hola… ¿quién eres?… ¿de qué lugar del planeta has venido?.

– Soy compañera del lucero…

Así fue cómo comenzó aquel bello romance.

De repente Pedro Prada se da cuenta de que está llorando. Llorando como un niño en aquel lugar desierto rodeado de enemigos dispuestos a segar la vida de cualquier ser viviente que se sitúe en el ojo de tiro de sus ametralladoras. Hace frío. Pedro Prada se coloca el capote sobre los hombros y comienza a pasear, nervioso, de un lugar a otro del torreón.

– ¿Y ése lucero como se llama?.

– Ponle tú el nombre que más te guste.

– Como yo me llamo Pedro le pondré de nombre Pradera.

– Pues entonces, como ese es tu sueño, yo vengo de la Pradera.

El sargento da voces por el patio donde varios compañeros de armas del soldado Pedro Prada están yendo de un lado para otro transportando los alimentos que tienen, como destino, la cercana población de Nihal, al otro lado de la línea de fuego.

– ¿Podría darte un beso?.

– No, Pedro. Un beso para mí vale mucho y hay que ganárselo como un hombre.

Es por eso por lo que Pedro Prada se alistó como voluntario en el Ejército de la Misericordia, un cuerpo de soldados internacionales que, unidos en el noble afán de servicio humanitario, han ido al país de Sekastán para paliar la hambruna de tantas personas que se han quedado sin nada por culpa de la guerra, de aquella absurda guerra que parece que nunca va a terminar.

– Si marcho como voluntario a formar parte de las filas de los voluntarios del Ejército de la Misericordia ¿me podré casar contigo?.

– Si regresas y te sigues acordando de mí, por supuesto que sí. Te lo prometo.

Es cuando Pedro Prada deja de llorar y toma un papel y un bolígrafo. Le está escribiendo una Carta.

“Querida Clara: Tú estás imaginada en los arenales del desierto, en los árboles del patio, en las lunas pardas volando por mi mente… y estás tan imaginada que a veces pienso que es mejor dejarte ir, pero no puedo mi pequeñita palabra diseñada en la copa de cristal, porque te encuentro siempre meditando encima de mi subfusil observando mis palabras con ojos de pinceladas llenas de un lenguaje de siglos bajo el sol. Así es tu mundo, poesía pequeñita que vuelas por los lugares de las metáforas silenciosas y te pones a bailar con las dunas y las olas… y te dejas acariciar poco a poco hasta quedarte desnuda bañándote en el gatillo de mi subfusil que no desea matar a nadie porque tú eres un fulgor que llena a mi alma de sonetos.

Sólo te escribo esta humilde y pequeñísima carta para darte las gracias por ser luciérnaga de mi sueño y crisálida de mi corazón. Un besote grande pequeñita poesía de mi duermevela…”.

El sueño es lento pero profundo. Los ojos de Pedro Prada están cansados de otear el horizonte para descubrir a los enemigos. Todos en el campamento saben que pueden quizás estar allí, muy cerca de ellos o muy lejos de ellos, pero los enemigos siempre están allí.

El capitán da la orden de salida y, poco a poco, lentamente, la comitiva de camiones llenos de alimentos y ropas para dar de comer a los hambrientos y de vestir a los desnudos y famélicos seres humanos víctimas de aquella cruel e interminable guerra, van saliendo hacia la zona desértica e inhóspita en dirección a la comunidad de refugiados en la población de Nihal.

Las estrellas están casi apagadas porque el denso humo de los últimos cañonazos de los combatientes han llenado la atmósfera de un povo tan negruzco que hace toser hasta a los más fuertes físicamente. Pedro Prada no. Pedro Prada no tose, pero sus recuerdos son los que le impiden dormirse. Si se duerme pondría en peligro a todos los compañeros que han quedado descansando en las literas de la planta baja.

– Te doy mi palabra de que regresaré y viviremos en una gran ciudad donde tú serás la estrellas de mis noches y la luz de mis días.

– ¿Siempres eres igual de romántico con todas las chicas?.

– Clara. En mi corta vida todavía no ha habido ninguna mujer…

– Pues yo he investigado y me han dicho lo contrario.

– ¿Tú crees en mis palabras o en los chismes de los envidiosos?.

– Creo más en tus palabras.

Pedro Prada sonríe, en medio del viento, el frío y la niebla, porque sabe que ha sido sincero.

– No te digo que no haya estado saliendo, de vez en cuando, con alguna de ellas… pero amar… lo que se dice amar no sé lo que es en realidad.

– Pedro… prométeme otra cosa…

– Lo que tú digas lo cumpliré.

– Prométeme que en vez de comprarme un lujoso anillo de compromiso me regales, como señal de que me amas, una flor, cualquier clase de flor, que encuentres allí.

– Pero allí no hay flores.

– Entonces píntala en tu Diario y mándamela en una carta…

Pedro ha terminado la carta y ahora se dispone a comenzar a dibujar una flor, cualquier flor que su imaginación desee. Dibuja, al final, una especie de jacinto como recuerdo del último compañero caído en aquella guerra en la que ellos, sin quererlo, se han visto envueltos: Jacinto Verdaguer.

Y su memoria comienza a recordar los “Idilios y cantos míticos” de aquel Jacinto Verdaguer y Santaló, antepasado directo de su compañero caído en el campo de batalla. Y es que Pedro Prada tiene una proverbial memoria: “Sobre alto promontorio que domina las olas de la mar, cuando en el cielo el astro rey declina subo yo a meditar. Al resplandor de aquella luz muriente contemplo mi no-ser; contemplo el mar y el cielo ¡y su grandeza aplasta mi poder! Esas olas, espejos estelares, guardan tantos recuerdos, que hoy me place mirar entre sus aguas los sueños que murieron. Alcé tantos castillos en sus playas, que derrumbarse vi, con sus torres y cúpulas altivas de oro, plata y marfil; poemas, ¡ay! que fueron por un tiempo juguetes del azar, pechinas que un instante arroja el agua y vuelve a devorar; bajeles con sus velas que naufragan en un día de mayo, islas de oro que nacen y se borran del sol al primer rayo; ideas que me acortan la existencia robando mi calor, cual ráfaga que llévase la esencia de la marchita flor. Del corazón o de la vida toman las olas que se van; si nada tengo, las que ahora vienen decidme ¿qué querrán?. Con las del mar o las del tiempo un día al fondo he de rodar; ¿por qué, por qué, engañosa poesía, mundos me haces crear?. ¿Por qué escribir más versos en la arena de la playa del mar del cielo?”.

El cielo comienza a ser ahora más limpio. La pólvora de los últimos cañonazos de los combatientes empieza a disolverse y ya se pueden distinguir a las estrellas. Entonces, el santanderino Pedro Prada reanuda de nuevo la escritura y escribe debajo de la flor:

” Querida Clara: porque estoy mirando a las estrellas no tengo miedo a la muerte. Sé que he de vivir para contarte toda esta cantidad de cuentos que llevo dentro de mi corazón. En mi alma late la vida. Soy como un gorrión subido a esta torre, el centinela que cuida de la vida de mis compañeros. Pero tengo tantas ganas de vivir que sé que construiré de nuevo castillos en la arena da la playa del Sardinero para poder otra vez jugar tú y yo”.

– !Pablo!. !Pablo Sánchez!.

– ¿Qué quieres, compañero?- le saluda desde abajo el llamado Pablo.

– ¿Ha salido ya el correo para España?.

– Está a punto de salir dentro de diez minutos.

– Hazme entonces un favor. Entrega esta carta. Dile por favor que esperen a que ponga su remite.

– Te esperamos. No te preocupes.

Y Pedro Prada, de nuevo con lágrimas en sus ojos, escribe la dirección:

Clara Albertina Vara Ruiz
Travesía de Valderrama, 10
39010 SANTANDER – CANTABRIA
ESPAÑA

Pablo ha subido las escalera, ha tomado la carta de las manos temblorosas de Pedro y ha vuelto a bajar. La avioneta que va con destino al Aeropuerto de la capital de Sekastán, la famosa ciudad legendaria de Timberlán, sube hacia el cielo y se pierde en las pequeñas nubes blancas espaciadas. Pedro Prada la ve aparecer y desaparecer continuamente. Allí, en la ciudad de Timberlán será recogida por un avión de Iberia para llevarla hacia España.

Pedro Pablo cierra por un momento sus ojos.

– ¿Y si no vuelves nunca más, Pedro?.

– Volveré.

– ¿Y si al volver te has olvidado de mí y encuentras otra mejor que yo?.

– Jamás.

El fogonazo del disparo alumbra en la mitad de la noche. El cuerpo del centinela Pedro Prada cae mortalmente herido. Ya su corazón no existe. Sólo existe una carta escrita en medio de la noche, cuando él miraba a las estrellas, que llegará, totalmente asegurado, a su destino. Y cuando Clara Albertina Vara Ruiz la lea nunca jamás le podrá olvidar aunque Pedro Prada ya nunca podrá llamarla más veces Pradera…

2 comentarios sobre “El Centinela”

  1. Jajaja, Hacaria. Me hizo sonreir lo de la pierna. No. Prefiero quie el cuento quede de la misma manera que lo hje escrito. A veces es necesario hacer que coincida la muerte con el amor eterno.

  2. !Lastima! yo queria que Pedro llegara donde Clara. Pero imagino que pensaste que seria mejor en la historia dejar ese sentimiento de tristeza y añoranza de uno hacia el otro. Los finales son dificiles de escribir, al menos asi lo veo. Igualmente hay que pensar que no todos los finales en el mundo real son felices. Tal vez yo le hubiera amputado una pierna y lo envio donde Clara. Saludos

Deja una respuesta