Primer tercio de la década de los 70. Carlos y yo estamos solteros y, como estamos solteros, vivimos juntos intensas e interesantes aventuras y no del FBI por cierto. Cada día es una sorpresa. Cada día es un reto. Cada día es un enigma. Cada día es, en definitiva, una sorprendente historia de dos amigos que no se dan cuartel en estas peripecias del vivir. Vivimos a salto de mata. A cada instante sorprendente le sucede otro sorprendente instante. Recuerdo muchas anécdotas vividas junto con Carlos. La que me viene, ahora, a la memoria como una de las más increíbles, sucedió en mi hogar de la calle madrileña de Juan Duque, 16. Es por la tarde. Luce el sol. Pero Carlos y yo no nos habíamos comido ni una rosca. Y aquel día teníamos hambre…
Abrí el refrigerador y no había más manduca, para comer, que una enorme sandía que había comprado mi madre en el Día o cualquier otro establecimiento de comestibles de ventas económicas porque había que ahorrar de cara al futuro. Ni corto ni perezoso (porque nunca he sido ni un cortado ni un gandul a la hora de la generosidad para con los demás sean amigos o sean enemigos) no me lo pienso ni un segundo. Quizás de haberlo pensado hubiese hecho lo mismo así que no importaba pensar o no pensar. Agarré, como mejor pude, a la enorme sandía; la partí, como mejor pude, por la mitad con el primer cuchillo que encontré a mano… y entre Carlos y yo… nos zampamos en menos que canta un gallo casi toda la enorme sandía porque teníamos mucha hambre y aquel día todavía no nos habíamos comido ni una rosca. Nos pusimos como “El Kiko” hasta que la sandía quedó reducida a su más mínima expresión: las cortezas y un poco de chicha roja.
Fue un hecho cualquiera del primer tercio de la década de los 70; pero ha quedado grabada, en mis memorias, como unas de las grandes hazañas de dos chavales que nos buscábamos la existencia más allá de lo increíble. Increíble pero verdadero.