Algunos comentaban que él era feliz. En su casa, en su pequeño espacio personal, tenía una pelota de colores. Cuando iba a clase sonreía a la pizarra y hablaba con su mesa, como si la vida fuera algo más que lo que todo el mundo aprende. De él decían que su simplicidad le hacía feliz, que su tontera perpetua le haría escapar de la inmensa brutalidad de la vida. Jugaba con su pelota de colores y estaba tan solo como su propia inocencia. Nadie estaba para adivinar en él a un niño sin cariño. En mitad de ese río de la vida su pelota le acompañaba, le incitaba a ser feliz dando saltos. Su inocencia no era la adecuada para un anuncio de la tele; en el fondo esa estupidez le hacía ser intrépido e inusual. Poco más que su pelota de colores; algo más que una inocencia común.
Un comentario sobre “El dulce sabor de la inocencia.”
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Me gusta esa sensación de cariño oculto por alguien que sólo sonríe sin adivinar la intrepidez de su juego alejado del marketing de la vida. Quizás el dulce sabor de la inocencia sólo sea una pelota/paleta llena de colores… y huir de la estupidez de querer ser “glamour” de tele y de tontera. Muy bueno tu cuento.